Los ojos y la voz de Edmundo Camargo
El sonido de la pulpa. El relámpago de lo calcáreo.
La máscara pegajosa aún del gesto humano.
Edmundo Camargo, Le Bateleur
Un medallón de musgo con tu imagen
Cuando
escucho el nombre de Edmundo Camargo (1936-1967) imagino un niño. Esta imagen es
una síntesis de las pocas fotografías que he visto de él, pero es algo más. No
recuerdo cuál era la imagen que yo tenía del poeta antes de ver sus fotos. Lo
leí por primera vez hace catorce años, en
una percudida fotocopia de "Del tiempo de la muerte" y de aquella
lectura sólo recuerdo la palabra anémona
y haber quedado fascinado.
Sin embargo,
una vez soñé con Edmundo Camargo. En el sueño vi un par de arañas naciendo en
el techo de mi cuarto. Después de nacer, sacudir las patas y tender hilos, una
se subió a mi cabeza y la otra bajó hasta mis pies. Cuando volví los ojos al
techo vi una mancha con el perfil de un niño. Y no era ninguna mancha. Era un
musgo viscoso, blanquecino y cromado que pintaba cada vez más nítidamente el
rostro niño de Edmundo Camargo.
El musgo creció
tanto que su peso lo hizo caer a mis manos. Tenía forma redonda y parecía una
de esas plantas aéreas que cunden en los cables eléctricos, sólo que
tentaculada, gomosa y compacta. No pude sostenerlo por mucho tiempo, pues comenzó
a derretirse y lo dejé caer. Allí en el suelo se volvió un líquido fluorescente
que desapareció tras las ranuras del parquet, dejando manchas en la madera. Por
alguna razón eso me asustó gravemente y las arañas, al sentir mi pánico, escaparon
del cuarto. Yo salí detrás de ellas y vi al niño Edmundo Camargo, flaco,
alargado y churco, subiendo las gradas a toda prisa. Vestía una camisa blanca
de manga corta, chaleco de lana celeste, pantaloncillos de tela opaca, medias
blancas y zapatos negros. El niño corrió hasta el cuarto de mis abuelos y se
encerró allí.
Cuando entré
a buscar al travieso, apenas abrí la puerta, lo hallé detrás de un árbol jamás
visto en el cuarto de los abuelos. Edmundo, oculto tras el tronco, se alegró de
buen grado, me regaló un papel en el que había escrito un poema y luego se fue
saltando. El poema tenía una sola palabra que, francamente, no recuerdo. Sin
embargo, nada me impide decir que tal palabra era anémona. El poema, instantáneamente, alcanzó una resonancia terriblemente
remota y cabal: allí se cifraba la sensación aterradora, en cuerpo propio, del
musgo y la cal —cosa que hizo que, por muchos años, yo estuviese convencido de
que anémona significaba estatua
blanca.
Luego de
guardar el poema vi al niño saltando por toda la casa, repartiendo poemas a mis
abuelos y a mi tío. Yo me quedé mirando a Edmundo, porque a pesar de que su
paso era ágil e infantil, la forma en la que entregaba sus poemas era
misteriosa: hacía una leve reverencia y mantenía la mirada hasta cerciorarse de
que el otro había visto el brillo de sus ojos.
Cuando lo
perdí de vista fui a buscarlo para preguntarle algo, pero me dijeron que mi
amigo ya se había ido. Después de ese sueño recién me animé a decir que conocía
a Edmundo Camargo.
Raíz en otro cuerpo
La poesía de
Edmundo Camargo está tejida por una minuciosidad orgánica rara vez vista.
Cuando uno sale de sus páginas después de haberse sumergido en ellas, el cuerpo
chispea pequeños minerales, musgos, sales, telarañas, sangre y cantos metálicos
de ancestrales fiebres. Camargo nos conduce a través de un reino donde lo
vegetal y lo mineral filtran cada vibra de la aventura humana.
Lo animal,
en cambio, aparece en pájaros mecánicos,
en caballos de carrocerías laceradas; es decir, en un mundo donde se cifra la
forja y la agricultura —dos trabajos inseparables en la poesía camarguiana. De
tal manera, no sólo el hombre es cifrado en la abscóndita relación entre
minerales y vegetales, sino que él mismo opera con estos elementos para concebir
nuevos seres: gallos imantados, pájaros con plumaje de trigo o el ciervo fantasma
que gira un rodaje oculto.
Por otra
parte, el cuerpo humano en la poesía de Camargo, siempre está oculto o
trastornado por una ebullición interna. Las manos
son esquivas, los rostros se esconden tras la barba, los dientes sangran, los ojos son claros como horda de cuervos. Todos son
gestos que insinúan que la aventura humana, para Camargo, no es la de un cuerpo
poblando el mundo, sino la de una humanidad orgánica cultivando y forjando un
cuerpo animal. Es así que tal cuerpo se revela como un escenario temporal para
conocer la maquinaria de una vida tan significativa como fugaz, de una obra que
no para de humanizar la materia que trastoca meticulosamente —a pesar de la
herrumbre y la putrefacción.
Uno de los
poetas que leyó con seriedad la poesía de Edmundo Camargo fue Guillermo
Bedregal (1954-1974). Su ensayo "Edmundo Camargo o la poesía de una muerte
en la vida" sugiere que la dimensión humana, en el imaginario camarguiano, es
axialmente cósmica. Es decir, que lo humano está más cerca de la geometría
celeste que de lo animal, lo vegetal o lo mineral –a pesar de que su universo se
cifre en las relaciones de estos tres. Esta consciencia infinita de lo
elemental hace visibles los engranajes de
la estrella y posible el cielo
como reloj parado, deja sentir el peso de las constelaciones y las poleas de sol dando vueltas la tierra.
Tu pequeña palabra hoy me amanece
La palabra anémona aparece en el primer verso de Hombre (el segundo poema de Del tiempo de los muertos) y se repite
poco antes del cierre del mismo poema. La anémona es una flor con tentáculos. Su
ojo es la abertura por donde ella se alimenta y también el centro de donde emergen
sus miembros.
Camargo
sitúa al hombre justo en la garganta de la anémona, en un finísimo tejido de
cristal desde donde el hombre mira y nombra el cielo para alumbrar la oscuridad
de su cuerpo. Es por eso que Hombre
es un poema sobre la voz, sobre cierta tensión en la garganta, siendo la voz la
encarnación de lo humano y la única manera de impregnarse vitalmente en la
materia. Es así que en Camargo cantan
piedras, se balancean lámparas de voces
infantiles y los pájaros se atragantan en el engranaje de alguna constelación.
En su poesía la antigua Babilonia se
revela como un territorio de hilos
telefónicos y trenes desiertos que recorren el cuerpo como una savia que ríe en nuestros nervios,
hasta que un niño aprende armónica para helar el silbido de los pájaros mecánicos.
Tal el
regalo que agradecemos a Edmundo Camargo.
***
Valga
la oportunidad para recordar que aún no hay una edición pulcra de la obra
poética de Camargo. La primera está desprestigiada y la segunda tiene errores
de todo calibre, amén de un descuidado formato easy-read —poco atinado para la lectura de poesía.
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