Butes y las sirenas (entorno a un libro de Pascal Quignard)

Es a partir de este desacuerdo entre latido cardíaco (rythmos) y canto pulmonado (melos) que algo intenta seguirse... (Pascal Quinard, Butes,)

La emergencia del canto
            Aby Warburg (1866-1929), el más inquietante historiador de arte del siglo pasado, decía que cuando se reciben las ondas rítmicas de tiempos remotos, algo se desplaza en el conocimiento y aparecen nuevas regiones de la historia. El movimiento de esas ondas en el cuerpo del historiador desenfoca su visión de los orígenes y, por tanto, lo hace zapatear en un futuro que resulta ser un nuevo pasado bullente, un presente abismal en el que se camina a pedacitos.
            Pero qué tiene que ver esto con las sirenas...

El silencio de las sirenas
            En ese iluminado detalle de laberinto titulado El silencio de las sirenas, Kafka dice que Ulises es un vanidoso que cree haber burlado a las sirenas poniéndose cera al oído y atándose a un mástil. Sin embargo, al enfatizar la belleza de las sirenas que atrapan los grandes ojos de Ulises, vemos cómo Ulises mira a las sirenas moviendo la boca, respirando, e imagina que cantan mientras él se salva de su hechizo. Sin embargo, las sirenas están en silencio cuando Ulises pasa. Es decir, él imagina el canto, o lo recuerda de un pasado arcaico. Kafka lleva el canto al interior del héroe: al subconsciente de una salvación: el silencio en tensión.
            Franz no se queda ahí y le dobla la salvación a Ulises con un comentario que su tradición añadió a la historia: Ulises era tan astuto que los dioses no podían descifrar lo que él pensaba, así que en realidad sí escuchó el silencio de las sirenas, pero se hizo al que no, y así lo entendieron los dioses. Es decir, la salvación solitaria por medio de la imaginación no basta; Ulises deberá hacer creíble para los dioses la ficción de su salvación. Algo que, en palabras de Kafka, es inconcebible para la mente humana, además de pueril.

El relato y un género de la literatura fantástica
            Blanchot leyó a Kafka y se fijó en una insinuación: esa doble salvación de Ulises puede ser entendida como el engranaje que anima la escena: Ulises no escucha el canto, las sirenas no cantan, imaginan que cantan, Ulises imagina el canto y escucha su silencio. Entre la salvación y la representación creíble de la salvación, Blanchot encuentra la manivela del relato; entre la experiencia real del canto y la imaginación del canto. Es por eso que en el acápite conclusivo de El canto de las sirenas, titulado La experiencia de Proust, vemos el mecanismo por el cual Marcel se da cuenta que el personaje de su relato se ha convertido en escritor. Con el canto de las sirenas no sólo aparecería la consciencia de lo imaginario, sino también su encarnación.
            Nietzsche (quien compartía con Warburg muchas cosas además del maestro Burckhardt) habló de las sirenas y comparó a Ulises con los filósofos. El filósofo dionisíaco, en La gaya ciencia, al explicar cómo sus colegas se han alejado de los sentidos por temor a perderse en un mundo fuera de las ideas, dice: El requisito para filosofar antes era ponerse cera en los oídos, un verdadero filósofo no tenía entonces oídos para la vida; como la vida es música, negaba la música de la vida –considerar que toda música es música de Sirenas constituye una superstición muy antigua del filósofo. Es decir, aquí las sirenas son las imaginarias y lo que importa es la música.

Butes
            Pascal Quignard (Eure, 1948), trabaja en sus libros como en operaciones arqueológicas: un remontaje a escondidos pedacitos de escenas más o menos históricas, más o menos míticas (siempre en esa dimensión donde ambas se confunden sin remedio): la del silencio de Pedro después del canto del gallo y antes del llanto en el Nuevo Testamento, la del hombre con cara de pájaro y falo parado en las cuevas de Lascaux, la de Ulises ceñido al mástil y entendido como personaje de una infatigable escena egipcia.
            Su aporte a la imagen del canto de las sirenas, como veremos, nos aleja de los ojos de Ulises o de Orfeo y nos señala el salto de Butes, la escena protagonizada por el único de los cincuenta argonautas que se paró y saltó de la nave Argos al escuchar el canto de las sirenas: Butes. Ni Ulises que se hizo atar al mástil, ni Orfeo que se sentó a tocar la lira para sobreponerse al encantamiento; mucho menos Jasón, que se quedó sentado remando. Sino Butes, el que salta.
            A lo largo del libro, el lector puede imaginar a Pascal Quignard paseando por el sótano del pequeño museo de Paestum frente a la isla de Capri y verlo asombrado frente a un sarcófago en cuyo dorso relampaguea –en un pequeño detalle de la tumba de un nadador– la reminiscente figura de Butes lanzándose al mar Tirreno. El acto de Butes –el paso de quien escucha a las sirenas, suelta los remos, deja su sitio, se pone de pie y salta de la nave–, condensado en un perdido detalle de museo, es la madeja que desata todos los hilos de este "último pequeño libro dedicado a la música" –como le llama su autor.
            En sus excavaciones, la interpretación del canto de las sirenas se remonta a Apolonio de Rodas, a Gneo Nevio o Licrofrón el Oscuro; se entretejen con los buceos pánicos en las composiciones de Schubert, la traducción que el profesor Jackie Pigeaud hizo de la palabra arché (principio de acción), el ahogo en el drama musical japonés conocido como nô, la relación entre el mar y la música según el musicólogo Vladimir Jankélévitch, etcétera. Y en todos ellos está Butes, el que da el paso después de escuchar a las sirenas; el que salta. No vemos tanto a las sirenas, porque –lo dijo Nietzsche– lo que importa aquí es el canto. Las vemos a veces, como mujeres-pájaro, y sin cola de pez.
            En Butes –y en la mayoría de sus libros– Pascal Quignard da tiempo a la expansión de una imagen más que a la sucesión relatada de hechos historizados. El canto hincha algo en el cuerpo y el ritmo del corazón se sorprende fuera de tiempo. Entre el latido del corazón y la pronunciación del canto hay una imagen que se despliega. Tal imagen parece tener siempre el peligro de un discurso instrumental. Sin embargo, la música encamina hacia un espacio sin discurso, hacia el silencio que obliga a ver a las sirenas con los ojos menos ajetreados de Butes, el que salta.

            Mientras Orfeo tiene instrumento y Ulises se amarra a un navío que lo rebasa. Butes claramente no tiene más que su cuerpo y la música.


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