EL LADRÓN DE ANTIGÜEDADES (Capítulo primero de la novela "Aurificios")

Si dejo que la oscuridad permanezca abierta, robar será recuperar lo que me pertenece. La otra opción sería morir ahogado. Sólo la antigüedad debe ser mía; sólo a ella la comprendo, y sonrío sorprendido cuando se renueva, porque ha retornado con mi mirada. No tengo por qué llevarla conmigo, pues está aquí. El recuerdo que acarrea es el mismo que traería cualquier otra cosa mía. Por eso es vano embolsillarla. Las estelas se difunden y seguirán marcando el paso.
Me adueño de todo sin que muchos lo noten. Aquello dejado por ahí, que tengo la suerte de bautizar, se hace mío. Cuando alguien olvida, desprecia o desentiende algo, lo hace relucir para mí y eso basta. Continúo la marcha. Sin acumular riquezas me apodero del olvido para recobrar mi habitación.
Pienso en las minas, en el oro que se extrae de ellas. Veo el socavón y esa visión me persigue –está detrás de todo–, concediéndome un cuchillo para sacar oro de rincones inverosímiles. A ratos rasco desesperadamente el resplandor que quiero conservar de cristales empañados; eso no es adueñarse, sino mascullar la decepción de no poder hacerlo. Las cosas no engañan. Uno las desencanta por mirarlas empolvadas, al huir del socavón de donde sale lo precioso. No hay mayor profundidad que la grieta donde aceptamos lo inmóvil. Ese portal abre mis ojos, tensa mis manos y las calienta para tocar la imagen del mundo.
Siempre tuve miedo a los ladrones. En el fondo temía ser uno –lo era–, un ratero acechando cosas ajenas. No me adueñaba de ellas, sólo las usaba para tapar las mías. Se fueron acumulando en la fachada de mi casa. Sustraía objetos manchados, rotos, botados en un rincón, y los acomodaba en las paredes de la construcción. Mi residencia estaba forrada con los más extravagantes cachivaches. Recuerdo al payaso Mocho, su cara mal pintada, su cráneo con aserrín y su overol colorido demasiado ancho.
Yo parecía un muerto. Cuando deformas los adobes de tus muros lo mismo sucede con tu cuerpo. Tenía un aspecto monstruoso: compuesto de adornos que no me correspondían, mordiéndose entre ellos, parecía un muñeco mal remendado, cojeando por la ciudad como quien pide que acaben de sepultarlo con una última monería. Mi casa estaba siendo soterrada por las cosas, y no lo sabía. Éstas se habían apilado de tal manera en sus paredes que olvidé lo de atrás. A esas alturas todo era desconocido. Decidí entonces deshacerla entera, limpiarla, vaciarla. No devolví nada de lo robado a sus antiguos dueños; pero noté que otras personas tomaban tales cosas, y las llevaban consigo desde entonces.
Tracé después una nueva forma de robar. Ya no reforzaría mis paredes con ornatos arbitrarios –por tanto incomprensibles. Las haría relucir quitándoles el polvo pegado en el descuido de su primera pintura. No cabía amontonar nada, sino renovar su antigüedad para descubrir en lo íntimo aquello que me conectaba con casa. Las cosas sólo interesaban porque me unían al espacio ¬¬–al no estar descubrían su fondo. Y así retomaba mi residencia sin tapizarla con motivos ajenos, permitiendo que cierta desnudez hablara de todas sus ropas y las historias allí escondidas.
No hay manera de tomar algo impropio; sólo de recuperar una pieza de tu mansión. En el ajetreo de ladrón majadero reuní todas las cosas del mundo. Aunque nunca hice un inventario, sé que fueron mías. En el vacío que dejaron quedó algo olvidado: un ser hecho trizas. Lo rearmo con nuevos robos, ya no de objetos, sino de los lugares que ocuparon en la casa, su particular modo de encubrir la pared. El socavón y la pared vacía están emparentados. La entrada al socavón parece impenetrable, como un muro de piedra. Sin embargo es la ranura por donde pasan todas las posibilidades de delinear un hueco, cincelando el lugar exacto que los cachivaches ocupaban brillantemente en el espacio.
Soy ladrón de antigüedades, pero no sé si decir “antigüedades” es lo correcto. Todo es antiguo y estuvo en mi casa alguna vez. Cada cacharro, por incomparable que sea, despierta la misma sensación, cierta intimación solitaria con la vida. Basta sentirlo y olvidarlo para que forme parte de este único recorrido. Así me siento en casa. Otras veces se me ponen los pelos de punta: cuando creo haber hurtado siempre lo mismo y nunca algo nuevo. Algunos colegas aconsejan cambiar de horizontes. “Es hora de robar novedades”, dicen. No puedo. Todo es antiguo, irremediablemente. No digo que no me sorprenda la invención del receptor de ondas electromagnéticas, pero cuando me apodero de él ya es una radio. Algo es mío en cuanto su antigüedad ha sido comprobada. Sólo la primicia se me escapa; por eso tramo explicaciones extraordinarias para consolidar lo remoto de las cosas. Pueden acusarme de no saber qué ha sido inventado hace dos minutos. Eso me desconcierta y trato de hacer de esa invención un fósil, demostrando que ocupa también un espacio vacío bajo mi techo.

No tengo lo que usted pide. Busque en su casa. Debe saber encontrar. Todas las construcciones tienen tapados. No es necesario tirar abajo las paredes; es mejor escucharlas, ver en sus imperfecciones las huellas de lo que no hay. Ha hecho bien en venir. Un ladrón de antigüedades es el primer sospechoso de haber robado un metal tan precioso y antiguo como el oro. Seguramente en algún momento lo tomé, pero alguien más lo guarda ahora. El oro no tiene propietario. Es pasajero. Yo no sabría cómo recuperarlo; sabiendo que siempre da vueltas. Tenga paciencia y manténgase atento; lo que quiere puede estar en su bolsillo ahora. Los conquistadores seguían la pista de El Dorado –quisieron saquearlo–, pero no saben robar. Con decirle que lo siguen rastreando hasta hoy. El ladrón no rebusca lo que toma, lo halla.
Usted cree que lo precioso es inmediatamente reconocible. Le doy la razón, porque nada se puede negar. Revise mi vivienda. Sé que le gusta indagar rarezas, resolver lógicamente misterios de los que se adueña. Es un ladrón de problemas. El problema es una cosa antigua, un campo desplegado para actuar eternamente. Me cae bien. Apropiarse de una pérdida ajena es matizar la propia. ¿Cuál es su inconveniente? Ninguno. Ese sí es grave. Necesita de la invención continua de contrariedades, y nada mejor que tomarlas de la vida ajena, recaudando un fondo al resolverlas. No sé si alguna vez se me ocurrió algo así como robar una trampa; la experiencia suya es de otra afluencia. La antigüedad que me interesa no tiene trabas. Es más bien una resolución. La historia de un problema es pasajera: el devaneo de lo desconocido en pleno socavón. A usted le gusta pillar puertas abiertas; por eso no pilla nada. Sólo camina, metiendo las narices donde mejor le parece, pues su problema es no tenerlo. Aunque el oro estuviera aquí, las paredes mostrarían sólo su hueco.


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