Un remolino en el río

Veo por primera vez el remolino, a punto de cruzar el Orcojahuira, y tengo conciencia de que voy a traspasarlo. No sé si Susana Camacopa pasó por el mismo remolino la primera vez que cruzó del centro de Miraflores a villa Copacabana, pero ella atravesaba el río con su propia frecuencia. Mi caso es diferente, porque el cruce del río es impensable sin el remolino.

¿Por qué pienso que el remolino es una parte del río? Hay un instante donde se reconoce la primera vez. Ese momento es el remolino en el río. Todas las cosas que el río atravesó, todas esas fisuras, no puede recorrerlas como antes, porque quedaron como imágenes. Ahora que me dispongo a cruzar el remolino del río sé que lo hago para librarme de piedras antiguas que ya no funcionan en este espacio, que pertenecen a un mundo que he decidido abandonar enteramente. Los lugares que olvidamos son cada uno de los trescientos sesenta grados de un círculo, y es por darles vueltas que vemos el remolino.

El abandono es en realidad una vuelta, pero le llamo abandono porque para llegar aquí debo dejar Cochayuyo y todas sus zonas estancadas en mis ojos. Cochayuyo es un alga pegajosa en medio del remolino, un fragmento que quiere adueñarse de todo. Cochayuyo es un lugar desconocido para mí y me desgasta tener un pie todavía allá mientras el otro quiere presentarme en mi sitio.

Para cruzar el remolino no pierdo de vista su hueco central, ése que se ha hecho un ojo donde ensartar la aguja. No sé cómo se ha formado el hueco. La única manera de saberlo es formándolo ahora nuevamente para luego ensartarlo. Saber es reconstruir y reconstruir es vivir por primera vez. Por eso me detengo ahora en la orilla del Orcojahuira.

Mis ojos atravesando el remolino equivale a no volver al remolino. Pensarlo me parece imposible, porque el mundo da vueltas. El viaje a Cochayuyo me quitó la capacidad clarividente aprehendida en Miraflores y me devolvió a la desesperación de saber que todavía puedo recuperarme. Tampoco sé en qué momento olvidé el sentido que las palabras tienen para mí cuando se hilan cabalmente, cuando no permiten pasar el remolino al menos que sea a través del ojo de la aguja. Entiendo que Poto-Poto nos lo dice claramente con su nombre, pero no podríamos vivir repitiendo sólo esas palabras; es necesario que el hueco se haga visible en todas las demás voces, que se haga presente como auténtico silencio.

Siempre ha sido difícil estar en este lugar, y ahora es fatal porque cada letra guarda en sí un pequeño remolino espejeante. La atención no es desgarradora; purifica las nubes y le da sentido a las lágrimas de los arrepentidos. Quedarse con esa atención, sin rigidez, aceptando el blanco que sigue, viéndolo a cada momento, sin ideas con qué llenarlo de antemano. Ese blanco, al que estoy atento no tiene por qué desesperarme, pues si lo hace es porque ya lo he perdido de vista, porque he bajado la guardia o he dejado que una línea ajena le dé una vuelta al ojo de la aguja, sin jamás enlazarla.

Un sonido de mi oreja derecha ha muerto hace pocos segundos. No sé cuál será la razón.



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