El siguiente

(Este texto es la primera parte de una seguidilla de relatos en torno a la búsqueda de Susana Camacopa. Fue publicado por primera vez en el número 13 de la revista literaria Otro cielo: http://www.otrocielo.com)


Apenas atravesé el río me topé con un personaje que parecía aburrido. Yo le dije que uno de mis mayores temores era que la tranquilidad me mate. Se lo dije para ahuyentarlo, pero no funcionó. Me dijo que se quedaría conmigo, pues él sabía dónde encontrar a Susana Camacopa. “Pero ella está muerta”, lo examiné. “Sabes a qué me refiero”, respondió.
Hacía frío, y a ello le atribuía el leve crujido de mis articulaciones. “Ellas crujen porque yo estoy ahora a tu lado”, dijo el hombre. Aún no me atrevía a preguntarle su nombre, creyendo que pronunciaría uno falso. Noté que él palpaba algo en su bolsillo. Pensé en un llavero de goma. “Es el frío”, dijo él, advirtiendo que lo miraba con cierta perplejidad. “Es por allá”, señaló unas gradas de cemento. Detrás, el cerro parecía infinito. “No te asustes. No es tan largo como parece”, me dijo. Supuse que se refería al viaje y noté, en un titubeo al hablar, que él estaba por decirme que no era necesario llegar a la punta del cerro; luego lo pensó mejor y prefirió no añadir nada. Sus palabras, a pesar de la pequeña vacilación, salían honestamente. Lo más seguro era que él tampoco supiese las coordenadas exactas para encontrar la antigua finca de Susana Camacopa. Pero yo le creía cuando afirmaba que me llevaría a ella. A esas alturas no sabía qué pensar de él y prefería no inquirir sobre el asunto.
El hombre tomó una larga rama caída al inicio de las gradas, al pie de un árbol antiguo. “Me ayudaré con esto”, dijo. Se puso a cantar mientras subía las gradas. Yo no entendía bien su canto, porque había quedado desorientado, no sólo por estar siguiendo a este extraño personaje, sino porque ya estaba en villa Copacabana. ¿Quién iba a pensar que el trayecto duraría tan poco? Yo lo creía eterno, y ahí estaba, subiendo las gradas, al otro lado del Orcojahuira, incrédulo, asombrado de haber cruzado el remolino del río. Cruzarlo había sido olvidarlo. Aunque en medio ascenso, de sólo pensar en el remolino, me atoré dos veces, y todavía quedaron las ganas de toser por tercera vez, pero no quería alarmar al hombre a quien seguía, que se veía tan tranquilo y frágil como si el menor estrépito en el ambiente pudiera quebrarlo en mil pedazos. Pronto empecé a sentirme cómodo a su lado, aunque todavía pululaban pequeñas dudas que me hacían pensar que estaba cometiendo un error, que el camino no era ése. Pero sabía que yo hubiese tomado el mismo pasaje. Eso me tranquilizaba, me hacía olvidar la tos fantasma, acechante durante el trayecto. Por fin el hombre había llegado al callejón donde finalizaban las gradas. Yo llegué poco después. Cuando lo vi él estaba hincado, con la oreja derecha puesta en el empedrado. “¿Qué es?”, le pregunté. “Shhh”, me dijo. “No hagas ruido. Creo que escucho los pasos de Susana Camacopa… Por si no lo sabías, puedo auscultar los sonidos del pasado, escucho la memoria del espacio y cada vez que quiero descubro a todas las personas que pasaron por un lugar. Sin duda por aquí pasó Susana Camacopa.” El hombre andaba dando saltos de un lado al otro, como un gorila rápido cuya distracción fuese acercar su oreja al suelo tras cada salto. Mientras le veía hacer esas monerías apareció por la vereda mi amiga Valeria. “¡Alan, qué haces por aquí!” “De paseo”, le respondí. “¿Y ése?”, me dijo, señalando al hombre. “Es Silverio, un amigo que acabo de conocer”, inventé rápidamente. “Parece buen tipo”, dijo ella. “Hasta el momento no tengo quejas”, añadí. “Pero pasen a casa, tomaremos un tecito.” “Creo que no podremos”, le respondí tímidamente. “¡Cómo que no!” dijo de pronto el hombre. “Silverio, para servirle.” “¿Escuchaste lo que le dije?”, indagué extrañado. “¿De qué hablas? Estaba escuchando a las piedras.” “¿Cómo es? ¿Pasan o no?” “Claro que sí”, dijo Silverio, haciéndome un ademán para que lo siguiera. Valeria abrió la puerta con un llavero amarillo. “Qué lindo llavero, ¿lo puedo ver?”, preguntó Silverio. Valeria se lo entregó después de sacar la llave de la chapa. “Ahh, es un extraterrestre. Qué simpático.” “Me lo regaló mi mamá cuando era una niña.” “Vaya, una coleccionista”, dijo él. “Estoy impaciente por saber lo que Silverio opina sobre el interior de tu casa”, le dije. Ella me miró confundida, Silverio también y soltó la larga rama antes de pasar el umbral.

El piso de la casa era de parqué. Valeria se veía muy pequeña ahí dentro. La vi al fondo del living, abriendo y cerrando cortinas. Le iba a preguntar si era alguna señal secreta para alguien ahí afuera, pero me distraje viendo a Silverio nuevamente de rodillas, gateando por la alfombra, en medio de los sillones y la mesita central. Tenía una lupa en la mano y observaba cuidadosamente la alfombra. Por momentos sacaba alguna pelusa de en medio, algún pelo, alguna suciedad, y se acercaba nuevamente a mirar. “Usted tiene perro, ¿verdad?” “Sí”, respondió Valeria, cerró la última cortina abierta, la más oscura. Vino hacia mí. “¿Qué tiene tu amigo?” “No sé. Lo acabo de conocer. Creo que le gusta ver las huellas en el suelo.” “¿Recién lo conoces? Cuidado que sea un loco y haga algún escándalo aquí en casa. Recuerda que mi mamá está arriba y puede bajar en cualquier momento.” Le dije que yo me había excusado de entrar a tomar té a su casa precisamente por eso, pero que si ella insistió ahora debería asumir su responsabilidad; además Silverio era excéntrico, pero inofensivo. “Listo, ya está”, dijo de pronto Silverio. “¿Qué cosa?”, le pregunté. “Por aquí nunca pasó Susana Camacopa. No entró en esta casa. Eso quiere decir que debemos seguir ascendiendo hasta encontrarla.” Valeria me miró consternada. Ella no sabía nada de Susana Camacopa y a mí francamente me daba flojera explicarle todo el asunto. “¿Les sirvo té?”, preguntó ella. “A mí con dos de azúcar”, dijo Silverio, botándose en uno de los sillones y cruzando las piernas. Apenas se sentó, golpeó con la palma el sitio de su lado para que yo fuera a sentarme junto a él. “Ven aquí, Alan, tenemos que hablar.” “¿Por qué seguimos aquí si no hay ningún indicio de Susana Camacopa?” “Eso es lo que tú crees. Dije eso para no levantar sospechas. Es crucial que nuestro trabajo pase desapercibido.” “Entonces, ¿pasó por esta casa Susana Camacopa?” “Claro que no. Pero no le hubiera gustado que seamos malcriados y no aceptemos la gentileza de los amigos. Las búsquedas implican cierta ética y con ella las cosas se hacen más auténticas, por no decir sencillas.”
Mientras él hablaba yo me ponía nervioso. Empecé a desconfiar de aquél hombre. Su nombre no era Silverio; sólo lo había oído y aceptado instantáneamente, para no levantar sospechas en Valeria. ¿Pero de qué sospecharía Valeria, qué podía pensar de este paseo por su barrio? Antes de que ella llegase con el té, le pregunté al hombre si realmente se llamaba Silverio. “¿Lo dudas? La duda es buena, pero ahorita no sirve de nada. Llámame Silverio y si tengo otro nombre te lo diré cuando sea oportuno. Si tengo el mismo nombre entonces te diré mi apellido.” “Está bien”, me tranquilicé.
Valeria entró con la bandeja de tazas de té. “He traído la azucarera para que cada uno se ponga a su gusto.” “¡Perfecto!”, dijo Silverio. Nos servimos el té rápidamente, charlando sobre cosas que no recuerdo. De pronto, Silverio miró su reloj y dijo: “¡Alan, ya es hora! Discúlpenos usted, pero debemos partir ipso facto.” “¿A dónde van?”, preguntó Valeria con calculada malicia. “A la calle. Hay una piedra que he perdido ahí afuera y debo buscarla.” “¿Quieren que les preste una linterna? Pronto oscurecerá.” “No se preocupe. Lo que busco no necesita linterna, sino tacto.” “¿Y para ello necesita usted ser acompañado por él?”, dijo señalándome a mí. “Sí. A él le interesa saber lo que encontraré allá afuera, al igual que quiso conocer mi opinión sobre su casa –de la cual hablaré en otra ocasión, cuando la visite por más tiempo–, así también le interesan todas mis observaciones.” “Es cierto”, musité. “Los espero cuando ustedes quieran”, dijo ella, acompañándonos hasta la puerta de calle.

¿Cómo había aparecido Silverio? ¿Debía seguirlo realmente? Mientras me preguntaba esto lo seguía. Su lentitud me agobiaba, pero sabía que era hora de ser paciente. De lo contrario regresaría al Orcojahuira, ya no para atravesar el remolino del río, sino para hundirme en él, o botar mi cuerpo en sus cercanías, junto a una bolsa negra con el cadáver de un perro. Seguía nervioso. No podía evitar pensar que Silverio me llevaría a un lugar del que tal vez no pudiese salir más. Pensé que me estaba llevando de regreso a Cochayuyo. Mis ojos estaban más cansados que nunca, ninguna electricidad los atravesaba y un dolor de cabeza me hacía retroceder cada vez que trataba de forzar mi mirada fijándola en un punto específico. Por otra parte, mi tacto había mostrado cierta mejoría tras la aparición de Silverio. Aunque sabía que el tacto era el primer paso para la renovación de los ojos, entonces sólo sentía que mi palpación hacía un gran trabajo mientras la flojera de mis ojos me sacaba de quicio. Era obvio que necesitaba ver mis manos haciendo un trabajo manual para que los ojos se contagien de esa energía, pero cuanto más intentaba hacerlo más olvidaba la sensación feliz del tacto. Lo mejor era dejar de pensar en ello y fluir con el curso natural del asunto, aunque eso implicase caminar al paso lento de Silverio. Tuve varias oportunidades para dejar de seguirlo. Silverio no era un tipo demandante, pero su seguridad, su poca intención de retenerme, cierta conciencia de saber que yo lo iba a seguir por más incomprensible que parezca aquello, hacían que mi confianza se afirme. Mi desconfianza, ahora lo sé, estaba en cambio alimentada por la flojera de seguir a este hombre, por la impaciencia de descubrir aquello que me llevaba a Susana Camacopa. Por otro lado, la escena con Valeria me resultaba incomprensible. ¿De cómo apareció allí, justo cuando acababa de conocer a Silverio? ¿Acaso Silverio no era el nombre del primer marido de Susana Camacopa?
A manera que brotaban innumerables preguntas, Silverio continuaba atento al suelo. “Ven conmigo y ve esto”, dijo de pronto. “Y esto también.” Me acerqué y vi las piedrecillas que formaban el suelo; era un camino empedrado con las piedras más pequeñas que había visto. Miraba su disposición, el sendero que formaban, su textura, pero no podía ver dónde estaban las huellas, dónde mirar para verlas. “¿No ubicas todavía?”, preguntó Silverio. Le dije que no, que sólo veía piedras y que posiblemente no tenía el poder que él decía tener para ver las huellas de los que pasaron por ahí. “Lo que pasa es que no estás viendo la imagen en grande. Cuando dejes de buscarlo aparecerá en tu mirada.” Yo quería creerle, pero también me parecían frases tomadas de algún libro para idiotas. ¿Sería posible que Susana Camacopa apareciese entre esas diminutas piedras? De ser así, ¿qué parte de ella aparecería? Hasta que vi sus zapatos gastados por el trajín, molidos por diminutas piedras. Ella había pasado por ahí. Recordé sus zapatos rotos, descosidos; habían quedado así por trajinar aquél empedrado. Se lo dije a Silverio. “Ahora estás mirando… ¿Qué otra peculiaridad tenían los zapatos de Susana Camacopa?” “Estaban llenos de polvo”, le dije. “Exacto. Vamos hacia un camino de polvo.”
Todavía me costaba seguir a Silverio. Su tranquilidad era pasmosa. Pero mi impaciencia se iba transformando en aliento, en cierta fuerza mínima que apretaba mi paso, que me hacía insistir. Por momentos pensaba en el futuro, en la posibilidad de que otros compromisos desviaran mi marcha, haciéndome olvidar a Silverio o, peor aún, a Susana Camacopa. Estos miedos no eran infundados, siempre había sido olvidadizo.
Quería decirle algo a Silverio mientras subíamos una cuesta, avanzando hacia una larga gradería. “Nunca había visto una gradería tan grande”, le dije. Era cierto. No podía creer que hubiera una escalinata tan gigantesca en villa Copacabana. “Ni siquiera puedo ver su final”, acoté. “Es la Torre de Babel”, respondió Silverio socarronamente. No sabía por qué me decía eso, pero sus exageraciones me entretenían. Fue justo antes de subir el primer peldaño de esa gradería cuando supe por qué lo seguía: él tenía un secreto que revelarme, y hacía que lo siguiera intrigándome con él. En cambio, lo que me hacía dudar de seguirlo era suponer que todo aquello no tenía el menor sentido y yo sencillamente estaba siguiendo a un loco. Cuando miré mis manos, mientras acariciaba una piedra tomada del suelo, supe que creía en él, que lo seguiría a pesar de las constantes dudas que me acosaban. ¿Y qué si no me mostraba a Susana Camacopa? Pero lo haría o, por lo menos, me acompañaría hasta cierto punto. Además, ya me había acostumbrado a su presencia. Un paseo por aquellos lugares sin él hubiese sido extremadamente aburrido. Entonces decidí esconderme, para ver si era cierto que la soledad por esos caminos me fastidiaría. Él siempre iba delante de mí. Decidí aligerar el paso, darle chance para que desapareciera; cuando diera vuelta su cabeza yo ya no estaría detrás. Pero sucedió lo inopinado. Silverio se dio la vuelta inmediatamente y me dijo que vayamos a escondernos a algún lugar si es que eso quería. “¿Oyes mis pensamientos?” “Sé todo lo que estás tramando, y por lo mismo sé que no dejarás de creer en mí.”
Su sentencia me reconfortaba, me hacía visualizar un lazo inextinguible que nos unía, posiblemente Susana Camacopa. Entonces, ¿por qué no? Si este hombre estaba buscando también a Susana Camacopa, qué mejor manera de hallarla que descubriendo por qué ambos andábamos tras su pista. (“Yo no soy Silverio”, dijo de pronto el hombre. Se quitó una máscara de goma. Yo me puse a temblar, sin querer mirar nada. Pensaba que me iba a decir “Soy Susana Camacopa.”) Pero me dijo: “Vamos a ocultarnos ahí, deja de fantasear.” “No quiero forzar nada”, le dije, frotándome el ojo izquierdo. Me lo imaginaba sacándose su traje de hombre y mostrándome que era una chola llamada Susana Camacopa. Mi ojo izquierdo, saliendo de su nube, hizo que no deje de ver a Silverio, y confirmó que la imagen de Susana Camacopa no estaba del todo clara. Todavía no la miraba, ni sabía cómo hacerlo. A todo eso, Silverio se había ido a ocultar debajo de las graderías, en un pequeño rincón resguardado bajo los peldaños que subían al primer descanso de la larguísima escalinata. “Ven pues, ¿ya no te quieres ocultar?” “Ya para qué. La idea era quedar solo, sentir esa soledad.” “Eso lo sabrás pronto, pero ahora necesito que vengas a oler el lugar en el que te ibas a esconder.” Era un basural, con olor a orín y desperdicios, con rastros de mierda en los papeles. “Asqueroso. No hubiera aguantado ni diez segundos ahí.” “El hombre es el único animal que se aísla para oler su propia hediondez.” “¿Estás diciendo que la soledad que buscaba era para echar mis desperdicios en este lugar?” “Tú estás diciendo eso. Lo que yo te aconsejo es que ahora tú vayas por delante, mientras yo te sigo. Así sentirás lo que es estar solo.” “¿Y podré darme la vuelta de rato en rato para ver si me sigues?” “Eso ya depende de vos; aunque te sentirás más solo si no te das la vuelta, si asumes esa soledad de cuerpo entero y confías en que yo te seguiré como tú me seguías.” “¿Y lo que tenías que mostrarme?” “Ya lo verás. Pero ahora obedece a tu propia voz. Si miras atrás no te hagas lío. Estaré ahí. Si no estoy, habremos encontrado a Susana Camacopa.”

Ahí estaba, al pie de la gigantesca gradería en plena villa Copacabana. No podía dejar de mirar atrás, hacia Silverio, hacia esa corporeidad de rasgos difusos. “Vamos, empieza a subir”, me dijo. Cuando lo escuché estaba viendo el largo ascenso, las incontables gradas hacia la cima. Cuando Silverio hablaba yo lo veía, lo imaginaba en mí y, por tanto, me distraía de la visión que tenía en frente. Supe que la única manera de experimentar la soledad que buscaba era no escuchándolo. Quise decirle que no me hablara, pero supuse que esa orden haría que su voz pesara más que nunca. “Igual no me hubiera callado, hasta que fuera necesario hacerlo”, dijo desde atrás, y yo empezaba a imaginarlo de una forma diferente, con un sombrero café, con un acento de provincia colombiana. Me di la vuelta. Era mi amigo Juanito. “Pero, ¿qué haces aquí?” “No lo sé. De visita. Pero tengo que ir hacia abajo. Nos vemos en otra ocasión. No en estos caminos extraños.” Y se fue, mascullando algo, un poco nervioso, confundido, tratando de darse maneras para ubicar el lugar al que quería ir. Me di la vuelta y Silverio estaba frente a mí. “Ves lo que ocurre cada vez que te das la vuelta de esa manera tan precipitada.” “Pues sí.” “Entonces mira hacia adelante. Olvida que estoy detrás de ti. Si quieres escúchame cuando a veces te hablo, pero no te des la vuelta tan descaradamente.” “¿Y perder un posible diálogo con un amigo extrañado?” “Ya podrás charlar con quien se presente frente a ti, pero no debes negarlos.” Y de pronto, bajando las gradas, muy cerca a mí, como si hubiera irrumpido desde una de las puertas que habían a los costados de la gradería, apareció el titiritero Marvin, recién llegado de Ecuador, quien había hecho una reciente gira por Argentina con su magnífico acto de manejar un títere de su mismo tamaño, su misma forma y complexión, su misma vestimenta, y lograr que al final el público no supiera quién manejaba a quién. Era reconocido por todos los titiriteros como el mejor, pero lo mantenían en secreto porque era un círculo bastante cerrado, donde mostrar tus preferencias por la competencia podría valerte una salida segura del mundo del espectáculo y relegarte a un puesto burocrático en cualquier empresa absurda de la cual nadie conocía los verdaderos propósitos. Lo abracé. “¡Qué hay loco!”, me dijo. “Nada. Aquí, subiendo estas gradas.” “Te aconsejo que entres a la primera puerta a la derecha con el número tres. Acabo de venir de ahí. Está bacán.” “Iré por allá, seguro”, le dije. “Bueno loco, me voy, pero no mires atrás cuando me vaya. Despídete aquí ahora y ya. Si quieres decirme algo hazlo ahora, porque si no lo haces te darán ganas imposibles de negar y te darás la vuelta. Piénsalo ahora y habla.” Lo pensé. ¿Qué podía decirle al mago Marvin? “¿Te volveré a ver?”, le pregunté. “Eso nadie lo sabe. Chau loco. Suerte. Mándame lo que prometiste.” Le iba a decir algo, pero se fue bajando. ¡Lo vi, lo vi bajando! Había dado mi cabeza la vuelta una vez más. “Aquí estoy de nuevo”, dijo Silverio, esta vez con bigotes y una peluca sobre la cabeza. “Ya no soy el que soy. Mira hacia adelante. No veas cómo me voy.” Pero lo volvía a hacer. Era una imposible mirar adelante. “Sólo estás nervioso. Tranquilízate”, dijo Silverio, el antiguo.
Por lo visto subir las gradas no iba a ser un trabajo sencillo. “Calma”, dijo Silverio. “Recuerda que ya subiste gradas antes, justo después de cruzar el río. Las subiste conmigo y no hiciste tanto escándalo. Claro que la monumentalidad de esta gradería y la conciencia de tener que subirlas en soledad le ha dado un condimento inusitado al asunto, pero deja de pensar tanto y sigue.”
Era cierto. Ya habíamos subido escalones antes, pero aquella ocasión parecía la primera y única vez. Quería sentir cada paso en el peldaño, solitariamente. Si me topaba con alguien en el ascenso le hablaría, tomaría un té si me invitaba a su casa, incluso un cóctel, comería un sandwich de carne fría, le escucharía lo que tenga que contar, pero no quería mirar atrás, fijarme en la gente que bajaba o en Silverio que me seguía. Sentía que si me daba la vuelta perdería la fuerza para continuar, que las gradas se harían realmente infinitas, que nunca llegaría a saber nada de Susana Camacopa y lo poco que sabía entonces se esfumaría. Por otro lado, ¡qué importaba eso! Ya estaba allí y era lo único que podía hacer: subir las gradas, como sea, intentando con insistencia no mirar atrás. “La práctica hace al maestro”, dijo Silverio detrás de mí. Lo vi, con sus bigotes y su peluca de melena, mientras por la calle pasaba un auto hacia la derecha y un niño en bicicleta hacia la izquierda. “Vamos por atrás”, dijo el niño, tentándome a bajar lo poco que había subido. Era un lugar tan solitario que esa extraña presencia infantil me convocaba fuertemente a seguirla. Pero sucedió que después de pensar en ello momentáneamente, me di cuenta de que peligraba mi estadía en villa Copacabana. Seguir al niño en bicicleta me llevaría de vuelta al centro de Miraflores. De hecho, ya me había llevado ahí por sólo mirarlo.
Todavía podía poner mis pies en villa Copacabana y mis ojos en la gigantesca gradería. Sí, la veía. Había gente subiendo hacia un templo en las alturas. “Te dije que era la Torre de Babel”, me dijo Silverio. Vi un letrero, en la pared, muy cerca a la acera, con la inscripción: “Pasaje Babel”. Para llegar a ver aquello mi mirada parecía haber regresado desde la frontera de villa Copacabana y Miraflores. Mi vista cruzó el río, subió las primeras gradas y ahora me sentía de vuelta frente a la inmensa gradería. Sabía que la finca de Susana Camacopa estaba en villa Copacabana. No debía ir hacia otro lado. “Te dije que no te dieras la vuelta. Todo lo que está detrás de ti te invitará a quedarte.”
Temía darme la vuelta inconscientemente, subir las gradas de otro lugar. Claro que no habían gradas como esas en otra parte, pero tampoco veía estas tan claramente como para hacerlas inconfundibles. “Fíjate en el material con que están hechas”, me dijo Silverio. Así incidiría en un detalle inconfundible de aquellas gradas y podría asegurarme de que iba por el pasaje Babel. “Además siempre está el cartelito. Deja de temer que el letrero cambie de nombre en cualquier momento y fíjate en la piedra que pisas.” Me agaché, entonces. La piedra mezclaba el blanco y el canela. Era una masa rugosa, una mezcla de piedrecillas y arena. Tres peldaños adelante de mí, en el escaño que quedaba frente a mis ojos, había tallado un conejo que parecía prehistórico. Debajo de él había un avión, y más abajo una sonaja de tres franjas. “Es el quinto peldaño el que estás viendo”, dijo Silverio. El color de la piedra, viéndola desde mi altura era entre amarillenta y anaranjada. “Ahora sigue subiendo.”
A mi derecha, algunos peldaños más arriba, ya pude ver la casa número 3. Tenía una puerta negra. El número 3 estaba pintado con blanco. Adherida a la puerta estaba una calcomanía con el perfil de una casa y la palabra Censada. “Mirá vos”, me dijo Silverio.
El timbre de la puerta estaba a la izquierda. El botón era rojo y el aparato blanco. Cuando toqué sonó una música y luego el sonido de un timbre más o menos estándar. Alguien gritó desde adentro. Era un señor, de ralo pelo blanco, bigote bien cortado, chompa de lana verde y amarilla, una manta le cubría las espaldas, usaba pantalones de tela café, pantuflas en forma de tigre y parecía tener un poco de frío.
“¿Qué se le ofrece?”, me preguntó abriendo la puerta. “Mi amigo, el titiritero Marvin, me aconsejó visitarlo. Yo soy nuevo acá y quería conocer su aposento a modo de darme cuenta por qué lugares estoy trajinando.” “¿Ah sí? Marvin estuvo aquí hace poco. Dejó una varita mágica y ese conejo”, abrió un poco más la puerta negra, dejándome ver un pasillo de cemento que daba a un salón de luz verde; en medio del pasillo un conejo blanco de ojos rojos comía una lechuga de un plato de perro. “No sé cómo alimentarlo. Sólo he tenido perros. Pero por favor pase. Charlaremos adentro como debe ser y ya verá usted en los caminos en los que se ha metido. Deme la mano.” Me tendió la mano y nos abrazamos un buen rato. “Yo tenía un nieto como tú. No sé dónde estará ahora. Tal vez lo encuentras más arriba. Si es así mándale mis saludos. Yo no podré acompañarte en tu viaje.” “Le daré el encargo si me lo encuentro”, le dije. “¿Sabrás cómo reconocerlo?” “Estoy seguro de que él me hablará de usted y podré reconocerlo.” “Tal vez no es como te lo imaginas.” “Lo sé. Por eso no quiero escuchar ninguna descripción suya ahora.” “Muy bien. Pasemos.”
Quería que mi paso por ese pasillo fuese absoluto, ningún latido fuera de orden. La prisa no servía. En cambio, pagaba con creces ser precavido. Decían que los hombres así valían por dos. No sabía si Silverio había entrado antes a aquella casa. Cuando atisbaba hacia atrás se asomaba la imagen de otra casa y nada más. No quería salir de la número tres. Al fondo del pasillo veía la luz verde y una maceta enmarcada por el umbral de la puerta de casa. Mis pasos debían ser absolutos, nada debía inquietar mi fragilidad. Imaginaba estar en un lugar de cristal, donde cualquier torpeza rompería objetos valiosísimos. Veía al conejo blanco delante de mí, oliendo algo, de un lado a otro, con sus huesos de tiza. Sus ojos rojos tenían una limpidez mayor a la mía. El conejo, de un salto, entró a una casa de perro, de donde emergió un pequeño cachorro negro con manchas de un café brillante. Todo su pelaje resplandecía, sus ojos miraban melancólicamente el suelo, recordando tal vez el caliente vientre de su madre. El conejo estaba a su lado, mirando su plato de lechugas y zanahorias. El cachorro había sentido su calor. Los conejos eran lo más caliente que había conocido, después del vientre de su madre. El cachorro se reclinó un poco encima del conejo, y éste corrió hacia el plato de zanahorias, tomando un trozo como buen roedor. El perro cayó de lado graciosamente, se levantó a duras penas, mirando todavía el suelo, imaginando tal vez que despertaba de un sueño. Pero resultó que el perro no había sido tal. Un niño salió también de la casa del perro, y el tal cachorro era su títere. Lo traía en la mano y su irrealidad se notaba en la falta de patas traseras. Desde atrás yo sólo veía la cara y las patas delanteras, adivinando lo demás en la oscuridad.
“Me gusta mucho lo que has hecho”, le dije al niño. “Gracias, señor, son cincuenta centavos.” “¿Para qué los quieres?”, le pregunté mientras buscaba una moneda. “Todavía no sé. Para muchas cosas. Todavía no he ido a la tienda. Dependerá de lo que allí encuentre.” “Muy bien, aquí tienes.” “Gracias”, dijo, hizo una venia con el títere y salió corriendo. “Ése es Elías”, dijo el señor canoso. “Por cierto, yo soy Raúl.” “Un gusto, Raúl. Se ve que el niño tiene un talento innato para representar con su mano los dramas más sutiles.” “Seguro que sí. Yo se lo enseñé, aunque él todavía no lo sepa. Algún día se enterara.” “¿Cómo es eso de que él no lo sabe?” “Yo le he transmitido mi cuidadosa manera de observar la realidad y él es muy imaginativo. Sin la atención prodigada a los seres de la tierra, esa vena creativa se taparía hasta producirle un paro cerebral.” “¿Es cuestión de salud, entonces?” “Siempre lo es. ¿Quién quiere estar enfermo por no usar su imaginación?” “Y ese conejo, ¿no será un muñeco también?” “No. Ése es un conejo auténtico de Castilla. Se llama Robert. Pero por favor pasemos. Hay algo que quiero mostrarle.” Mientras me señalaba la entrada a la recepción de luz verde, yo pensaba todavía en Silverio. No había señales de él. ¿Realmente estaría solo ahora? ¿La compañía de este anciano sería la causa de la desaparición de Silverio? ¿Estaría esperando afuera?
Avanzamos lentamente. Quedé sorprendido por la cantidad de almanaques antiguos que adornaban las paredes. El más antiguo era de 1939, de un taller mecánico llamado “El Luigi”. La ilustración era la pintura de una mujer de cabello negro brillante que, tomando una rosa vívida con la mano derecha, se la acercaba a la nariz aspirando profundamente, mientras su mano izquierda apretujaba gozosamente uno de sus senos.
“¿Le gusta?”, preguntó Raúl. “El brillo de su pelo me impacta, esa combinación con su manto de seda que apenas la cubre. Es una mujer hermosa. ¿Quién es el tal Alberto Vargas?” Le pregunté esto porque tal era la firma en el cuadro. “No lo sé. Usted lo averiguará con el tiempo. Ahora pasemos.” Era la cuarta vez que me invitaba a pasar. Al igual que todos los trayectos recorridos, desde que salí de mi casa en pos de villa Copacabana, este pasillo también tendía a hacerse infinito.
Dentro del salón de tenue luz verde sonaba una cueca de Fidel Torricos. “Usted se parece un poco al pianista chuquisaqueño”, comenté. “Es cierto. No es la primera vez que me lo dicen. Pero yo no soy pianista, sino cantor.” “Me parece perfecto.” Ya estábamos en el living. Los sillones eran amplios, de un anaranjado oscuro, con figuras precolombinas. “Qué hermosos motivos tienen sus sillones…” “Me alegra que repare usted en ellos. Pensé que ya habían desaparecido porque nadie les tira pelota hace años. Estas figuras ya no se ven tan claramente porque el tiempo las va borrando. Tal vez usted pueda hacerme el favor de reaparecerlas.” “¿Y cómo haría eso?” “Dibujándolas, por supuesto. Yo sé que usted tiene un gusto especial por dibujar y no le vendría mal imaginar estas figuras nuevamente. Luego me las entrega en papel y yo ya veré qué hago para que pronto sean estampadas en el sillón.” “Me encantaría. Lo malo es que apenas acabe esta visita no creo regresar.” “Entonces tendrá que hacerlo antes de irse. Tómese su tiempo.” “Como usted lo pone y como yo lo siento ahora, esto se hace una cuestión ineludible. Sin embargo, una cosa más. Yo no trabajo muy bien construyendo a partir de restos borrosos. Sé que podré imaginar algo parecido a lo que se insinúa detrás del velo del tiempo, pero no le aseguro que será lo mismo que alguna vez estuvo estampado en sus sillones. Preferiría trabajar con conceptos o imágenes más vívidas.” “Manos a la obra entonces. Dibuje tres figuras: una que represente al conejo que vio en la entrada, otra a mi nieto con títere y otra a la pintura de Alberto Vargas.” “Así lo haré. Claro que no podrá ser hoy; así que le pido alojamiento esta noche en su casa, porque no podría, a estas alturas, volver a la mía. Hago una parada aquí, porque el titiritero Marvin lo aconsejó, pero lo cierto es que estoy más interesado en continuar mi ascenso por estas largas graderías que visitar a los habitantes que la circundan.” “Bueno. Me alegro que haya hecho una excepción conmigo. Claro que lo incito a pasar la noche en mi posada. En este momento haré que preparen un cuarto y, también así, charlaremos durante la noche que se aproxima.”
Me había quedado pensando en la técnica que utilizaría para hacer tales dibujos. Estaba seguro de que se trataba de grabados, de una imaginería entre la cultura tiwanakota y la moche. No me parecían ni exclusivamente de la una ni de la otra y no había visto una iconografía semejante en otro lugar que no fuera el tapiz de los sillones de don Raúl. “Mientras usted cavila sobre el asunto, permítame invitarle un café, ¿o prefiere un singani?” “Un singani estaría bien”, le dije, sabiendo que sería necesario prolongar la noche para dormir tranquilo en una casa ajena y averiguar más sobre los sillones estampados. Me preocupaba el asunto, porque no sabía si era necesario también utilizar colores o mínimamente tonos para hacer una reproducción fidedigna de aquellas imágenes que se veían nubladas y que yo debía completar con la memoria. Por otra parte, ya no me estaba gustando la idea de utilizar las imágenes propuestas por don Raúl. Me parecía que tardaría mucho tiempo en ello y perdería el tiempo en aquella casa número tres. Sabía, sin embargo, que ya era imposible negarse. Debía empezar a maquinar el trabajo esa misma noche, y terminar lo más antes posible, con una serie de figuras que me satisfagan a mí y a don Raúl.
Mientras don Raúl traía el singani yo me había sentado en el sillón a cavilar sobre las posibles figuras que dibujaría. En primer lugar debía atender a la importancia de que estén estampadas en un sillón. Eso ya tenía que darle cierta unidad al conjunto. ¿Qué significaba el sillón? ¿Por qué estampar esas figuras en un sillón? Los sillones están en las salas, allí donde la gente socializa o espera. Estaban hechos para garantizar cierta comodidad; es decir, la seguridad de que la persona sentada no se mueva de su lugar, o no tenga ganas de irse. Si tenía que ver con la amistad y la espera, ¿qué cosa podía ser un sillón? Seguía pensando en esto cuando llegó don Raúl con un singani finísimo y dos pequeños vasos de cerámica. “Puro, ¿no?” “Sí. Es mejor así.” “Bien”, dijo, sirviendo el singani con una sonrisa que miraba la caída del líquido en el vasito. “Aquí tiene usted.” “Gracias.” Lo probé. Se sentía el sabor de la uva. “Es definitivamente el mejor singani que hay.” “Es el mejor que conozco”, respondió seriamente don Raúl. “Mientras usted lo traía, me quedé pensando en el sentido que podría tener que estas figuras estén en un sillón. ¿Por qué en un sillón?” “Sin duda eso es algo que habría que preguntarle al artesano que los hizo. Nosotros daríamos versiones muy jaladas de los pelos. El artesano vive justo al frente. Tal vez podríamos ir a visitarlo ahora.” “¿No será muy tarde?” “Claro que no. Ese hombre recién debe estar despertando. Es de los nocturnos.” “Vamos entonces.”
Me sorprendió cómo se había suscitado aquella salida. Según lo que avizoraba yo no me movería de esa casa por algún tiempo y me sorprendió que saliésemos después de una hora de haber llegado. “¿Qué hacemos con el singani y los vasitos?” “Un momento”, dijo, se paró y se fue a la cocina. Volvió casi inmediatamente con un vasito más. Me lo mostró, se lo puso en el bolsillo, tomó su vaso, se lo secó, me insinuó que yo haga lo mismo con el mío y se encaminó hacia el patio. A medida que bebía de mi vaso, trataba de imaginar cómo se vería el pasillo-patio en la oscuridad. En mi camino hacia tal lugar me preguntaba por qué don Raúl me había pedido recomponer las figuras de su sillón teniendo a su creador original a disposición frente a su casa. “Seguro se está preguntando por qué no le dije a don Matías que arregle el sillón en vez de pedírselo a usted… Pasa que don Matías sólo hace las cosas una vez y ni a balas le haría repetir algo que ya hizo.” “Entiendo”, asentí.
La luna resplandecía a lo lejos cuando salimos del salón verde, que para entonces de verde tenía muy poco. El color que quedaba era un recuerdo del verde. Al mirarlo uno desconfiaba de sus ojos, como si no pudieran notar que el salón estaba negro y de verde no había más que las ganas de que así fuera. En el pasillo resaltaban las plantas, que adquirían cierta preponderancia en el espacio, habiendo pasado desapercibidas poco antes. Me acerqué a ver el diseño de una maceta, donde todavía, con una luz muy tenue, se notaba un amarillo pálido, un celeste verdoso y un rojo velado por el sol. “Estoy seguro de que esta maceta también es obra del tal don Matías.” “Así es. ¿Cómo lo notaste?” “Porque usa tres colores. Si mal no recuerdo también usa un trío en las figuras del sillón; aunque sean colores más oscuros: el café, el gris y el negro.” “También tiene blanco”, dijo don Raúl. “Con razón esta maceta se ha descolorido así; en homenaje a la ausencia de blanco.” La visión de la maceta me estimulaba aún más, quería conocer al artesano que había creado sus figuras: una cruz andina amarilla con un centro circular rojo, toda rodeada de verde. Era sencillo y, sin embargo, causaba una honda impresión. Por otro lado, me intrigaba la teoría de los colores pálidos que me acababa de inventar casualmente.

Cuando salimos de la casa de don Raúl vi que Silverio se había ocultado detrás de un arbusto, varios peldaños abajo. Me vio e hizo un ademán para recordarme no mirar hacia atrás. “No se distraiga”, dijo don Raúl. Miré entonces de frente. El número de la puerta era el 3, sólo que estaba invertido, como si alguien hubiera clavado el número en su parte inferior y superior, pero la superior se hubiera soltado y ahora quedaba colgando al revés. “Ése número también es obra de don Matías. ¿Verdad que parece natural, como al descuido, como si el tiempo lo hubiera hecho?” Era cierto. No dije nada al respecto. Sólo me quedé contemplando aquella puerta, que también era negra. Estaba rodeada por figuras de animales, retratados en cuadros que asemejaban el dintel y los dos pilares de la puerta. “Esto es una maravilla”, dije. En el dintel estaba esculpido un murciélago. Le dije a don Raúl que eso me parecía vampiresco y él dijo algo sobre el noctambulismo de don Matías. “Ahora toquemos el timbre”, concluyó.
El timbre sonaba como el canto de una sirena. Nunca había escuchado a una, pero así lo imaginaba. “¿De dónde habrá sacado un timbre con ese sonido?” “Seguro que él mismo lo hizo. Es bien habiloso don Matías. Ya lo vas a conocer.” “Me sentiré raro haciendo un trabajo previamente realizado por este hombre, casi un profanador. Se ve que está poseído por el genio.” “Ya lo verás.”
Al otro lado de la puerta se escucharon pasos que se acercaban a abrirla; luego el sonido de llaves y, finalmente, una docena de chapas siendo abiertas. “Un momentito”, se escuchó detrás. Era una voz dulce, de anciano, con un tono socarrón y apacible al mismo tiempo. Abrieron la puerta. Era don Matías. Tenía los ojos húmedos y atentos. “¿Quién es este muchachito?”, preguntó. Tenía el pelo canoso y ralo, nada de vello facial. Era pequeño y flaco. Llevaba una camisa blanca que sobresalía desfachatadamente de un pantalón de tela negra. Encima un saco, de la misma tela que el pantalón. Mientras esperaba la respuesta de don Raúl, Matías Pastor se abotonó los dos primeros botones de la camisa. Ni bien don Raúl se aprestaba a pronunciar su respuesta, se dirigió a mí diciendo: “Pero, ¿por qué está usted tan nervioso? No podrá entrar en mi casa si no se quita esa tensión de encima… Huelo a singani.” “Sí. Trajimos un poco”, dijo don Raúl. “Querido Raúl”, dijo don Matías con una voz tiernísima, “¿has permitido que este joven entre a tu casa con esa tensión que lleva encima? Sabes que aquí no podrá entrar. No sólo porque yo no lo quiera, sino porque supongo que viene a mirar seriamente las piezas que abundan en mi taller. Si sigue con esa rigidez no podrá ver bien. Lo verá todo nublado o no lo verá en absoluto. Así que vuelvan cuando se le quite la tensión, ¿ya?” Después de haber dicho eso fijó sus ojos en mí, alargó su mano hasta tomar el singani, y sin dejar de apuntarme con los ojos cerró lentamente la puerta. Nosotros, todavía anonadados, nos quedamos mirando la puerta cerrada con su 3 al revés y escuchando cómo echaba llave una docena de veces.

Era cierto. Estaba tieso. Mientras esperaba ahí afuera, acompañado de don Raúl, me propuse quitarme la tensión inmediatamente, pero siempre aparecía el temor de no lograrlo del todo, de que en cierto momento –tal vez justo cuando esté frente al misterio de la obra de Matías Pastor– otra vez tuviese los nervios en punta y don Matías pierda los estribos y me prohíba para siempre ver su obra.
“No te preocupes”, me dijo don Raúl, “Es un viejo fregado, pero estoy seguro que te dijo eso amistosamente, y tú lo entiendes así también; de nada sirve que temas no poder entrar nunca, porque justamente ése es el temor que no te resta elasticidad. Relájate, deja que tu cuerpo haga su trabajo: él sabrá cómo ser bien recibido por don Matías.” De sólo pensar que en ese mismo instante podía tocar la puerta de don Matías se me descompasaba el corazón. Hacer venir a un hombre de edad, darle la molestia de abrir su chapa de doce golpes para que hable con un recién llegado y le enseñe su obra mientras recuerdan algunas cosas sobre las figuras descoloridas en el sillón del salón de don Raúl... Me parecía mucho pedir.
Entonces me dediqué a cavilar sobre la importancia de la palidez en la obra de Matías Pastor. La había visto con claridad en el macetero del pasillo de la casa número tres, y la acababa de recordar al pensar que las figuras delineadas por don Matías habían sido veladas por el sol, borradas casi, al borde de una desaparición que tendía a dejar la tela en blanco. No vi que en el living de don Raúl hubiera habido una ventana con mucho sol. Claro que había llegado al atardecer y no me había fijado muy bien en la existencia o no de cortinas. Era oscuro, con una leve luz amarilla que no me fijé de dónde salía.
Después de tales elucubraciones me preparaba para dar media vuelta, entrar a la casa de don Raúl, descansar hasta el día siguiente y averiguar si es que el sol le daba al sillón a alguna hora del día o si antes había estado en otro lado. En otras palabras, quería creer que me tranquilizaría si es que me daba un respiro y volvía a la casa de don Raúl. Sin embargo, cuando me di la vuelta, vi a Silverio allá, escondido detrás de un arbusto al comenzar la gradería. Su gesto me decía que no me diera la vuelta; en realidad su presencia sola me decía eso, porque él se mantuvo quieto como un maniquí. Don Raúl lo saludó; él le devolvió el saludo. “¿Se conocen?” “Claro que sí. Aquí todos nos conocemos. Y si no nos conociéramos por qué no saludarnos.” Me dieron ganas de ir nuevamente a la casa de don Raúl; esta vez para indagar sobre la vida de Silverio. “No podemos volver”, me dijo don Raúl. “Don Matías es un hombre serio. En este momento, aunque no lo creas, está detrás de la puerta, esperando que te tranquilices para inmediatamente abrirla. Si lo dejas así por mucho tiempo, olvídalo: no te abrirá más. Por otro lado, él está escuchando esto. Tiene el oído más fino de todos los que conozco. Desde que perdió la vista ha desarrollado el oído de maravilla. Según él, todas las obras que produce son dictadas por cierta música que despierta imágenes, colores y tonos en su cabeza, y esas imágenes, a su vez, son las notas de esa música.” La idea de que don Matías me esperaba, que no tenía otra opción más que tocar la puerta o esperar en el descanso hasta morir, me hizo desistir de volver a casa de don Raúl.
La luz se ocultaba al fondo, bordeando el horizonte alto del cerro. Susana Camacopa estaba lejos. No me quedaba otra que traer esa luz más cerca, dejar que difumine los pigmentos sobre las telas, cerámicas y espacios que había visto, que pronto vería al por mayor. Si vislumbraba esa desaparición, comprendería también por qué extrañaba una imagen que estaba siempre al frente, escuchando la voz de una especie de bufón que no quería que yo mire atrás para así confiar en que podía seguirme.
En ese momento escuché a don Matías agitando sus llaves, dispuesto por fin a dejarme entrar en su taller. Fue la última vez que vi a Silverio aquél año.


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