La alegría son los metabolitos del alma (capítulo 110 de Aurificios)


Escribí “La alegría son los metabolitos del alma” en una libreta de apuntes confeccionada con papel sábana por mi mujer. Fue una intuición. No había llegado a la frase por ninguna deducción lógica, ni había pensado en el significado exacto de las palabras que la componían. Un regalo. ¿Será inspiración o momento de claridad? Era una frase exacta; condensaba muchos de los pensamientos que bullían en mí. Resultó el eje de un bochinche, un filtro de voces para incorporarlas a un mismo mundo. Ese que gira en torno a la digestión, cosa reveladora, después de haber pensando en teorías sublimes y mistificadoras que le daban a mi problema un tinte aun más caótico. La palabra alma no está fuera de esta sentencia. No había razón para que las reflexiones metafísicas quedasen fuera o fuesen menospreciadas por esta frase iluminadora. La palabra metabolitos me llevaba directamente al organismo, a las funciones animales del cuerpo. (Aclarando para quienes me desconocen, los metabolitos son pequeños animales de rápida adaptación y flexibilidad asombrosa, masas de una especie gelatinosa que no se nota con qué energía siguen su camino sin saber detenerse.) También resonaba el famoso bolo alimenticio, al que, por experiencia, veía como una bola de miga con la que a veces jugaba en mi boca antes de tragar el pan. Éste era una verdadera concurrencia, tal vez anárquica; una pequeña muerte de aquello que después de varios asuntos no para de ser procesado.

Eso es un metabolito: una eterna masa transfigurada. Si lo trasladamos al alma y lo relacionamos con un estado de ánimo alegre, la digestión y su funcionamiento adquieren una dimensión cósmica; resulta siendo el conjunto en el que se habrá de jugar para plantear una cosmogonía, la imparable muerte y resurrección de cuerpos y formas, con lo que el descanso parece apenas la estancia de un pan en el panero antes de que alguien lo incorpore al nuevo mundo. Un año después de escribir la frase escuché a Henry Miller diciendo que si el hombre es lo que piensa, él era un gran tubo digestivo, porque no paraba de pensar en comida. Uno reconoce felizmente a sus amigos por sutilezas de este tipo.

Hablando con un amigo entusiasta de la filosofía, profesor de muchachos de dieciocho años, me enteré que yo quería ser un metabolito y que, de alguna manera, ya lo era. Para introducir la filosofía a sus alumnos les había dicho que sólo hay un filósofo en la Historia; todos los demás, individualmente, daban su versión de la verdad única del primero. Me pareció una versión platónica del tema y le recordé que un famoso lector argentino decía que todas las filosofías se podían dividir en dos: una que sigue la escuela platónica y otra la aristotélica. A lo que él replicó que Aristóteles era alumno de Platón, y se me ocurrió pensar que su curso estaba lleno de futuros Aristóteles. Tal cosa se esfumó de mi mente cuando cavilaba en cómo precisar una introducción a la filosofía dada por Aristóteles. Sólo recordé mi gusto por la palabra anagnórisis que, en ese momento, relacionaba intuitivamente con toda la filosofía del alumno de Platón. Entonces, ya que hablábamos de maestros y seguidores, de guías y repeticiones históricas en otros cuerpos, no pude evitar recordar al poeta portugués Fernando Pessoa, quien con sus heterónimos de carácter y fantasía distinta, admitían un solo maestro: Alberto Caeiro. Recordé también lo que Álvaro de Campos decía sobre el asunto: que mientras todos ellos eran paganos, Caeiro era El Paganismo. De ahí había un paso para recordar mi querida frase, guardada y sacada en diferentes ocasiones: “La alegría son los metabolitos del alma”. Caeiro era el alma que se alimentaba de la alegría de los metabolitos que en Pessoa se llaman heterónimos. La deducción fue simple. Yo también era un metabolito, había un eje en mí, un hombre que se hacía presente como maestro, el que me había soplado a la oreja aquella frase. Cuando le dije al profesor de filosofía que Platón era el eje de muchos metabolitos y Aristóteles se reconocía en un metabolito que era él mismo dando un volterete, lo dejé turulato y prefirió hablar sobre política latinoamericana.

La tristeza es un estado morboso, diría algún médico, y Dante simplemente metería a los tristes en algún círculo del Infierno. Leí por ahí, en una enciclopedia de consulta general, que las enfermedades digestivas (como la mayoría) son hereditarias. Están completamente determinadas por una tradición. Me gusta masticar lentamente esa sentencia. Claro que me desagrada sentirme determinado por una cadena inamovible, donde supuestamente, según tal enciclopedia, el metabolito pierde su calidad de ser. Sería un metabolito triste; su soledad le quitaría el nombre radiante. Estaríamos hablando de un metabolito que todavía no se ha reconocido como tal, aun inconsciente de su ser.

Relaciono la tristeza con cierto miedo a ser un metabolito. Es una especie de apego pusilánime y facilón a un metabolito que está dando sus últimos pataleos, un velo, una cadena que, de tan empolvada, se ha vuelto una costra que oculta el oro. En este sentido, ¿dónde iría la alegría de los metabolitos que hacen crecer la luz dorada? Hay un recorrido que va más allá de lo espacial, un regreso a la organicidad del cuerpo, donde cada parte importa para la claridad de la visión feliz, porque el metabolito anterior necesita su regreso, su renovado deseo aunque la tristeza le diga maliciosamente que su vida nunca acabará.

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