Telón, velo y encarnación: las tres dimensiones de Pina



Es la primera vez que asisto a una película que me deja con la sensación de que su opción por el 3D ha sido trabajada más estética que técnicamente, más sutil que espectacularmente, una sensación en la que verifico que de haber visto la misma película en 2D hubiese extrañado la presencia de algo indefinible. Y desde hace tiempo que una película no me conducía tan gentilmente por sus amplitudes y rincones. Debería haber adivinado que la película que iba a despertar una nueva lectura del cine en 3D tendría un carácter teatral, la presencia de un escenario y una dramatización preciosamente histérica.
La forma en que la cinta de Win Wenders te guía por su tejido es haciendo del 3D una figura narrativa de encarnación de la imagen, de adquisición de cuerpo y materialidad. Ya pasó el tiempo en que la novedad del 3D radicaba en la impresión de que algo de la pantalla saltaba para darte en la cara. En Pina sucede lo contrario: uno no es espantado, sino incorporado amablemente en la imagen, envuelto en aquello que ve, y finalmente repuesto en el mismo lugar con los ojos húmedos y el cuerpo inquieto. Tal resultado es, en gran parte, una conjunción de tres efectos que Pina consigue con sus tres dimensiones: un escenario teatral, un artificio que interna al espectador en la imagen, y unos exteriores en los que el humano bailarín se halla pequeño, vivaz y solitario ante la profundidad del espacio.

Telón
 Pina abre con un escenario vacío en el que pronto se verá un desfile de personajes a quienes todavía no conocemos. Los bailarines realizan una coreografía sencilla y significativa: la sensación del cuerpo durante las cuatro estaciones: en primavera los brazos hacen emerger algo de la tierra, en verano los brazos hacen un círculo en lo alto, en otoño algo cae y las manos tratan de levantarlo, en invierno el cuerpo entero tirita y luego vuelve la primavera. La marcha de las estaciones sugiere lo imparable de la transformación vital. Y es al final de esta ronda donde el 3D opera su primera caricia: percibimos que el telón detrás del escenario nos roza la mejilla izquierda, y seguimos la fila de personajes como parte de ellos, ingresando en la película el momento que nos sentimos detrás del telón.

Velo
La primera danza larga a la que asistimos es “El rito de la primavera” de Stravinsky, que abre con una mujer restregando su mejilla y levemente su cuerpo en un velo rojo desplegado en tierra húmeda. Tal velo, al final, intentará ser entregado por varias mujeres –una por una– a un hombre que comanda a otros iguales. El gesto de cada mujer es diferente el momento de hacer la entrega del velo rojo, el sacrificio primaveral. El concepto de esta coreografía parece ser el que la película toma para presentarnos a Pina Bausch, pues sabemos de ella por lo que los bailarines de la Tanztheather Wuppertal piensan. Ninguno pronuncia palabra. Cuando escuchamos las opiniones sobre Pina sólo vemos los rostros callados de los bailarines frente a nosotros –cada cual con un gesto y un idioma diferente, entregando su versión de la coreógrafa alemana. Y es así como, intercalando pensamientos y danzas, no sólo atisbamos el semblante de la coreógrafa, sino que nos desplazamos por una trama casi imperceptiblemente. La imagen borrosa y antigua que configuran las voces sobre Pina Bausch no supone una biografía y parece haber sido plasmada sólo para dar paso a su obra, una obra que comprende la coreografía como la liberación de los cuerpos. A partir de tal quiebre la película se concentra en los gestos de los bailarines –a quienes ya conocemos y estimamos–, y paulatinamente dejamos la imagen de la maestra Pina para presenciar la encarnación del recóndito espíritu de los bailarines.

Encarnación

Durante la segunda parte de la película, en la que adquieren protagonismo los personajes liberados por la maga, el escenario adquiere también una nueva dimensión. Para empezar, La marcha de las cuatro estaciones ya no se baila en un escenario, sino en la amplitud de las montañas, ante la lejanía del horizonte. El paisaje inmenso, la ciudad mecánica, el automatismo industrial, están ahí para ejercer un bellísimo contraste: es el escenario monumental de una soltura corporal cuya vitalidad y hechizo se intensifica por lo monótono del paisaje de fondo, una pesadez que la coreógrafa alemana ya había montado alguna vez al incluir una roca gigantesca en el escenario. De tal manera, el camino que lleva a los bailarines a encarnar las danzas –que parecen haber sido gestos propuestos silenciosamente a Pina por ellos mismos–, les permite salir de ese inmóvil plano y ser por fin una presencia brillante en el espacio.

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