Matices de Alasitas
Iniciación alasítica
Cada habitante
de La Paz ha sido iniciado alguna vez en el misterio de las Alasitas. Tal
iniciación puede haberse celebrado el primer día en el que uno ha visitado la
fiesta de las illas, el instante de fascinación ante un sombrerito diminuto, o
la noche en que se percibió el extravagante resabio de las confituras
alasíticas.
Sin embargo,
las primeras veces rara vez son la iniciación alasítica como tal. En cambio,
cada habitante guarda una historia de Alasitas que se le ha grabado en la testera:
la adquisición de una miniatura clave en cierto momento de la vida, una charla
inolvidable en pleno api-video, la miniatura que se hizo realidad a perfecto
detalle; en fin, la proyección milagrosa del presente: el instante del vaivén
entre la materialización de la ficción y la fabulación de la
"realidad".
Alasita personal
La primera anécdota
personal que viene a la cabeza cuando cada quien piensa en Alasitas guarda la clave
de una particular y única iniciación alasítica. En ella cada uno sabrá descubrir
su vínculo con el enigma de esta fiesta.
En mi caso
—voy a permitirme, con su permiso, este viaje íntimo—, tal historia sucedió a
mis doce años, cuando, junto a mi amigo Andrés Kuljis, se nos metió a la cabeza
que debíamos abrir un puesto de ch´alla en Alasitas. Yo me encargué de
conseguir el brasero, la botellita de alcohol y un par de lluchus; mientras que
el Andrés se prestó un aguayo de la Rosita e hizo comprar carbón a su mamá.
Ese año la
feria estaba instalada en el mismo lugar de ahora, en el campo ferial del
Parque de los Monos. Con todas las cosas listas para ch´allar a las diez de la
mañana, partimos a pie desde del monumento a Busch rumbo a Alasitas. Cuando
llegamos al estadio, la ciudad era un escándalo y el olor de Alasitas
inconfundible. Mientras más avanzábamos, más gente había. Ya en el Parque de
los Monos, nos vimos en medio de una espesa multitud hormigueante.
Estábamos
preocupados. Teníamos que abrir nuestro puesto antes de las doce, pero
avanzábamos lentamente y no había dónde instalar el puesto. Volver atrás nos
resultaba más difícil que seguir adelante, pues ya estábamos en un laberinto
enmarañado; no sabíamos exactamente dónde andábamos ni cómo regresar.
Como no
podía ser de otra manera, y después de haber buscado lugar infructuosamente, terminamos
en la avenida del Ejército quince minutos antes de las doce. Avistamos un
pequeño lugar en plena vía, junto a un par de yatiris, y tendimos el aguayo
allí rápidamente; sacamos el brasero, nos pusimos los lluchus, pero no sabíamos
encender carbón. Gastamos mucho alcohol intentándolo y estábamos preocupados
porque el alcohol se estaba acabando y luego cómo íbamos a ch´allar. El yatiri
de al lado —entendiendo nuestra situación— tuvo la amabilidad de sonreír y
regalarnos carbones encendidos, amén de un puñado de pétalos de flor y algo de
mirra. Estábamos listos para ch´allar un minuto antes de las doce.
Cuando llegó
la hora, un montón de gente pasaba y repasaba frente a nuestro puesto, con casitas,
camioncitos, canastitas, maletitas, ekekos y un sinfín de cosillas. Nosotros
ofrecíamos: "¡Se lo ch´allamos con harta suerte! ¡Toda cosa que ch´allamos
es milagro!"
La gente
veía nuestro puesto feliz de la vida, pero seguramente preferían ch´alladores experimentados.
Nosotros no entendíamos eso y pensábamos que era por el precio, que costaba un
boliviano. Le bajamos a 50 centavos y al final decidimos que íbamos a ch´allar
gratis. Pero ni así.
Nos quedamos
pensativos y cuando comenzábamos a resignarnos apareció un señor diciendo:
"A ustedes les tengo confianza, quiero ch´allar esta casita". Ni
cortos ni perezosos iniciamos la ch´alla: "Gracias señor... Le va ir bien.
Ésta va a ser la mejor casa del mundo... Va a tener harta suerte, va a ser feliz.
Harta, harta, harta felicidad..." Nos dio las gracias y pagó con una moneda
de un boliviano que hasta hoy permanece atesorada en el lugar que corresponde,
dando constancia de que fuimos los ch´alladores más chiquitos de aquel año; es
decir, ch´alladores de Alasitas en Alasitas.
Otras iniciaciones
La
iniciación alasítica define la manera de entender y celebrar la fiesta.
Por ejemplo,
una señora que conozco tuvo una muy peculiar iniciación alasítica; pues tal
iniciación se dio no sólo fuera de la feria, sino en una fecha ajena a las
Alasitas: en una feria de fin de año del colegio Santa Ana.
Resulta que
ella fue a pasear por la feria de su colegio y se maravilló de pronto frente a
una aparición en el puesto de suerte sin blanca: un pesebre en miniatura
compuesto por el niño Jesús, María, José, los tres reyes magos, una vaquita, un
burrito, una ovejita y un pastorcito. El niño Jesús medía poco más de un
centímetro de largo. La señora en ese entonces tenía diez años. Así que le fue
a pedir un boliviano a su papá y tuvo la suerte de ganarse el premio mayor: el pesebre.
Desde
entonces empezó a ver Alasitas como el lugar en el que podía comprar juguetitos
y animalitos para su diminuto niño. En la actualidad ella tiene más de medio
centenar de miniaturas exclusivas para su pesebre. Su iniciación alasítica, su
manera de comprender esta enigmática fiesta, está precedida por la celebración
de la natividad. Ni hace falta decir que tal concurrencia azarosa en su
experiencia vital la ha llevado a entender ambas fiestas con una significación e
intensidad difícilmente perceptibles para el resto de los mortales.
Por otro
lado, recuerdo que una vez, paseando por la calle Panamá, vi a dos niños que
jalaban con una pita el camión de Alasitas más precioso que he visto en mi
vida. Era un camión dos veces más grande que aquellos que ahora vemos más
frecuentemente en la feria. Su cabina era de un azul antiguo, su carrocería
blanca desportillada. ¿De qué año de la cachaña sería semejante maravilla?
Los niños
venían de lejos. Se notaba en su manera de vestir, en su aire campestre y en
ese paso decidido de los que traen un ritmo largo tiempo incorporado. Era 24 de
enero, once de la mañana. Ellos peregrinaban hacia la feria de Alasitas,
seguramente para bendecir ese camión heredado quién sabe por cuantas generaciones.
¿Qué iniciación alasítica sería aquella? Era una estampa alucinante, lejana;
tenía el aire de leyenda de las vidas nobles de carne y hueso, ajenas a la
simulación heroica o a la ilusión del pedigüeño de premios. Era una ceremonia transparente
instalada para siempre en la faz difusa de la ciudad.
Hay tantos
lenguajes para comprender Alasitas como personas en el mundo. Sin embargo, Alasitas
es una sola y cada quien sabrá incluir el matiz de su historia en el
maravillante despliegue de esta fiesta.
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