Memoria del presente. La poesía de Fernando Rosso
(Fotografía: Armando Urioste)
Ni enigma ni alabanza
La poesía de
Fernando Rosso Orozco (Sucre, 1945) es un presente. En su sencillez galopa quedamente
un oficio. Sus poemas son de estribos templados; su obra, la forja de un
aliento que emerge como brindis persistente en medio del rumor.
Aunque no
tuve la oportunidad de conversar anchamente con el poeta, siempre vuelvo a sus
libros y me regocijo escuchando las fabulosas historias que cuentan los amigos del
Zeke Rosso. Es así que no me cuesta mucho imaginarlo partiendo una ulupica por
la mitad para sacarle las pepas, celebrando la luna detrás de una ventana o
mirando cómo las raíces de un roble levantan levemente su casa.
Tanto que ver bajo la luz
La primera
vez que se me presentó el nombre de Fernando Rosso Orozco era el año 2000. Como
suele suceder con los hallazgos más memorables, hubo chiripazo.
Aquel día había
ido a Irpavi a casa de una compañera, para hacer un trabajo de la U. Cuando quedé
solo en su escritorio, me distraje dándole un vistazo al estante de libros que
allí había. A ojo de buen cubero, pellizqué dos volúmenes que se destacaban por
su delgadez y su opacidad. Eran El
danzante y la muerte (1983) y Parte
de copas (1989) de Fernando Rosso Orozco. Las imágenes, el aire de sus
títulos, la forma de aquellas cartillas, rezumaban un ámbito que yo quería
nombrar pero no sabía cómo. Dejé ambos libros sobre el escritorio y revisé el
estante por si había algo más que se les pareciera. Encontré El aire hereje (1986) —que en la edición
compilatoria de 2003 titula sencillamente Aire
hereje—, segundo libro de Fernando Rosso, publicado tres años después de El danzante y la muerte y tres antes de Parte de copas.
De repente mi
amiga Adriana Rosso regresó y le pregunté sobre el origen de esos libros. Me
contó que su padre era el autor, Fernando Rosso. «Bello es mi papá», recuerdo
que me dijo. Frente a aquella cercanía, la curiosidad creció, y gambeteando el
trabajo académico para preguntar de rato en rato sobre la vida de su papá y
sobre la infancia de ella, acabamos conversando sobre las fotos familiares que rondaban
por ahí. Recuerdo la luz de aquellas fotos. Los títulos de los libros seguían
resonando. El Aire hereje fue el que
más me llamó.
Aire hereje
La escritura
de Fernando Rosso Orozco es el camino de un aliento que labra el poema hasta
abrirse paso y deslizarse por sus junturas. Los poemas han sido torneados hasta
surcar las pistas en donde queda y transita la voz.
La segunda
vez que supe de Fernando Rosso fue la primera vez que vi a Jesús Urzagasti —quien
leía el capítulo 26 de Un verano con
Marina Sangabriel (2001) en una sala de la UCB. En ese capítulo aparece el
poeta y trovador Zeke, quien conversa con el narrador y con el invisible
Cuñanchiro en torno a los bármanes, los políglotas y los desconocidos para sí
mismos. Casi al final de aquel capítulo, Zeke dice: «Es un soberano error creer
que por llevar un nombre el hombre ha dejado de ser un desconocido para sí
mismo. Todo lo contrario, si hay algo acorde con la personalidad de un
desconocido para sí mismo, ese algo es precisamente su nombre».
Cabe señalar
que «el desconocido para sí mismo» es un guiño a "El desconocido de sí
mismo" —el ensayo que Octavio Paz dedicó a otro Fernando (el lisboeta Pessoa)
en Cuadrivio (1965). Ahondar en la
variante sobre el desconocido —donde se cambia una preposición de pertenencia
(de sí mismo) por una de relación particular (para sí mismo)— exigiría el paseo
por un campo más extenso del que corresponde ahora. Sin embargo, a modo de
empezar, podríamos preguntarnos sobre la distinción entre lo pagano (tan caro a
Pessoa, cuyo maestro Caeiro «era el paganismo») y lo hereje (que define el aire
del segundo libro de Rosso).
Atendiendo
al uso habitual de paganismo y herejía, diríamos que el pagano no ha recibido
el bautizo de la religión oficial, mientras que el hereje se ha separado de
ésta por decisión.
Para Pessoa,
el paganismo parte de la necesidad de reconocer el acecho enfermizo de la
multiplicidad y lo infinito. Así lo dice Álvaro de Campos en sus "Notas
para recordar a mi maestro Caeiro": «En Caeiro no había explicación para
el paganismo; había consustanciación. / Voy a definir esto de la manera como se
definen las cosas indefinibles: con la cobardía del ejemplo. Una de las cosas
que más claramente nos estremecen en comparación con los griegos es la ausencia
de concepto de infinito, la aversión de infinito, entre los griegos. Pues bien,
mi maestro Caeiro tenía ese mismo prejuicio.»
Por otro
lado, en Fernando Rosso, lo hereje es la fatal intensidad de un aire que no va
a detener sus revoluciones, de una sed insaciable. Coloquialmente, algo es
hereje cuando más allá de las reglas prima en su acción una decisión de vida o
muerte. Más aquí de las máscaras, las formas infinitas y los nombres, hay una
insistencia que nunca se parece a su último apelativo: «Tú al final del día / y
la luz cambió de nombre» (Aire Hereje,
5). Hay alguien que nunca se extingue: «Cómo decir quién eres / si en el sueño
más hondo no desapareces // Acabarás por ser la fiesta / y nadie se te habrá
parecido» (4).
En cuanto a
lo finito (medible) y la noción de la divinidad, hay un fragmento revelador en Un verano con Marina Sangabriel. El
poeta Zeke dice: «Pero las cosas no son tan simples. Que sean luminosas, es
otro cantar. Eso lo tengo bien claro desde aquella vez en La Paz, casi al
amanecer, soñé con fórmulas matemáticas y teoremas geométricos mediante los
cuales la existencia de Dios quedaba demostrada».
Ni para qué
decir que la medida y la cabalidad en la obra de Fernando Rosso son una
condición decisiva para su existencia y transfiguración.
La vida cuadra
El 19 de
septiembre de 2008 en el patio del Tambo Quirquincho, durante el cuarto
Festival Nacional de Poesía, fui a saludar personalmente a Fernando Rosso. Lo
encontré en un pasillo. Sus hijas Angélica y Adriana nos presentaron. Fernando
tuvo la amabilidad de regalarme El eje de
las horas (2007). El título resonó ahí mismo, y con una potencia que quería
convencerme de que ya lo había leído. Fue un encuentro breve y feliz por la
constatación de que aquella obra era la de una vida.
El eje de las horas
El trabajo
de relojería en la poesía de Fernando Rosso deja ver que la precisión de un
matiz y la cabalidad de un movimiento forjan todo un ámbito de creación
poética. Qué es el movimiento en la poesía si no tentar la puntualidad de una
frecuencia que excede al lenguaje; es decir, sincronizar la palabra con el acto
de estamparla en el presente, ya sea con la letra, ya sea en primera instancia
con el cuerpo entero. En aquella frecuencia , en sus ondulaciones, se revela el
danzante.
Juan
Cristóbal MacLean, en un apunte literario titulado "Rosso o la ética de la
constatación", publicado en el número 25 de la revista Ciencia y Cultura de la UCB (noviembre,
2010), ahonda en una frase del poema Tarde:
«la vida cuadra». Después de reconocer los dos sentidos que resuenan en esta
frase (el primero en el que la vida como tal cuadra, y el segundo en donde la
vida hace cuadrar), MacLean explica que «Una tal ética de la constatación, como
acepción de lo que ocurre, como aquello que es lo que cabe que ocurra, es la
que cree que las cosas son como tienen que ser, como cabe y cuadra que sean».
Este
desdoblamiento de la vida puede aplicarse también a la creación, al acto de
hacer ser lo que está ahí. De tal manera, aquello que ya está hecho no puede
constatarse sino hasta que se haga brillar su evidencia. «La memoria /
vagabundea junto al presente / sin competir / redondea / sella el pasmo / vive
todavía / sin pena ni miedo / lo que no sabemos / y lo que sabemos.»
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