El regreso de Ramún Katari



La puerta
            El otro jueves me fui a pasear por Miraflores. No era cualquier jueves, sino el 4 de junio de 2015; es decir, un jueves de Corpus Christi, el día en que se celebra la comunión, y por eso mismo no caben ni el trabajo forzado ni las clases. Uno de esos entrañables feriados que transcurren en silencio, sin ofertas ni regalos ni demostraciones patéticas.
            La cosa es que, después de salir de casa y apenas ganado el ritmo para una larga caminata, apareció una puerta que jamás había visto antes, una puerta alucinante que inundó mi memoria de ese día casi por completo.
            Primero no la vi. Me pasé de largo porque iba a comprobar si un callejón de por ahí realmente era un callejón sin salida. Sí lo era. Entonces, al volver tras mis pasos, vi unos jeroglíficos a la derecha: líneas ondulatorias, flujos y texturas. Avancé un poco más... A la izquierda de los jeroglíficos vi imágenes, letras, fotografías... Era una especie de collage. Pero además era una puerta, una gran puerta de calle totalmente inesperada.
            Así que me acerqué aún más, para detenerme en los cuadros que componían esta puerta. Olvidé un poco los jeroglíficos que me habían atraído en primera instancia, hipnotizado como estaba por las imágenes y las letras, los dibujos combinados con métricos poemas en aquella puerta. Parecían hojas tomadas de un arcaico papiro diseñado por un antiguo mago y dispuestas allí, en la superficie de madera. Además, había un montaje en la disposición de aquellas hojas; había una historia y un mundo.
            Una de las hojas se destacaba porque —en medio de esa antigüedad percutida del papel—, un poco arriba y a la derecha, llevaba una fotografía a color: un niño, una niña y otro niño sentados sobre la gruesa rama de un árbol. Esta fotografía, de paso, estaba recortada en forma de ola sobre un puente. Abajo, a la izquierda del mismo cuadro, dos sombras adultas agitaban las manos: ella con una rodilla apoyada en actitud de levantarse, él como si hiciera una polichinela nacida de la voluntad de ser atendido por los tres niños a color que fluían hacia una cordillera donde se disimulaba el Illimani. Encima de los niños y del Illimani decía: GENESIS DEL INTI. Y más arriba, a la izquierda, el siguiente poema:

Mundo kamarjikano, delirante,
Con su primer hombre en jardín colgante
El nacimiento del Sol presenciaron;
Maravilla, antes de que el gallo cante!

            Creo que no hace falta decir que me quedé atónito. La puerta era un poema en partes. No voy a detenerme en cada uno de los cuadros de la puerta —en cada parte del poema—, pero diré que además de casi una decena de estrofas que lo componen hay, por ejemplo, un cuadro donde se ilustra una cárcel hecha con las iniciales del autor y otro donde figura el posible título del poema-puerta: TIGGWAANACU.KALA≈AJAYUPA. Este último —como portada— retrata a un espíritu femenino gigantesco en medio de una quebrada también gigantesca. Debajo de semejante espíritu, en una base, inquietantes jeroglíficos. Encima de los jeroglíficos, dos montañas: el Illimani con sol asomado y una gran cerro coronado con casa y caminito. Al centro de las montañas un túmulo en el que firma PABLO ITURRI JURADO (RAMÚN KATARI).
 
Ramún Katari
            Hasta ese día nunca había escuchado hablar de Ramún Katari, y mucho menos lo había leído. Ese mismo jueves averigüé algunas cosas gracias al imprescindible portal de Elías Blanco, el Diccionario Cultural Boliviano. Según el blog del director del Museo del Aparapita, Pablo Iturri Jurado nació en La Paz en 1890 y murió en 1970. Además de poeta y pintor, fue profesor de la Normal de Caiza en Potosí, y director de un núcleo escolar de Warisata. También hizo libros-murales que hoy son piezas únicas, dice el portal.
            Por otro lado, una noche en ese mismo mes de junio, revisando revistas junto a Rodolfo Ortiz y Omar Rocha, nos percatamos de que Pablo Iturri Jurado fue director de la revista Inti, donde publicó —entre otros— Arturo Borda.
            En su libro Amawtta (La Paz, 1944), a modo de prólogo, el autor afirma que más que el laurel y los halagos dados al artista, él ha buscado otras condecoraciones que da la tierra, en forma de trigo. Por eso he ubicado mi vida —continúa el autor— en el campo donde se vive alejado de toda simulación e hipocresía; de toda vibración urbana, entregado de lleno a la educación del indio. (p. 23)
            En ese sentido, sus poemas tienen una indefinible coincidencia con los versos de Tamayo, y sus narraciones reflexivas comparten ciertos rasgos con la escritura de Gamaliel Churata. Franz Tamayo, en una carta fechada el 27 de septiembre de 1925, le escribe: Nada me es más grato, tratándose de Ud. que verle constante y fiel a la belleza y a la poesía, poesía y belleza que encuentran en la vida más ingratos que devotos.
            Por otro lado, Pablo Iturri Jurado tenía su propio estro poético y firmaba como Ramún Katari por una razón muy sencilla, aunque aparentemente oscura para los profanos: Mis nombres y mi intención fueron la pauta-métrica en la composición de este libro —como el haikai—, de cinco, siete y cinco sílabas sucesivamente: RAMÚN KATARI,/PABLO ITURRI JURADO,/LURATAP JARI.

Jeroglíficos
            La tradición jeroglífica afirma que al verdadero lenguaje de Adán hay que buscarlo en la inscripción de signos y no en la pronunciación de alfabetos, en la escritura más que en la lengua. Sin embargo, parece que Ramún Katari inició un proceso de reunión del signo y del alfabeto, ocupado como estaba en el desciframiento de jeroglíficos y la creación de nuevos signos.
            En Amawtta, por ejemplo, cada día de la semana es un jeroglífico aparte, rotundo, geométrico y animal. La ilustración y la escritura, para Ramún Katari, son un mismo acto de enunciación-deducción y, por supuesto, de alfabetización. No por nada las páginas donde se despliegan los Tres Poemas folklóricos, incluidos en el poema El cántaro de piedra, están antecedidos por jeroglíficos. Es decir, que son jeroglíficos traducidos al alfabeto latino, en idioma castellano y aymara. Los jeroglíficos que figuran en estas páginas de Amawtta parecen pedazos rasgados de arcaicas telas. El primero habla del chhiji, el segundo de las voces de veinte siglos y el tercero del apocalipsis.
            Tal el trabajo legendario de un auténtico alfabetizador. Tal la obra que de pronto se aparece para ser redescubierta desde una puerta de la ciudad.

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