Al oído


Se insinuó alrededor de algo –sin tocarlo– deliciosamente pueril: un pez relleno de hongos pardos. La vi pasar y no me miró. Pero se escuchó todo. Era una de esas voces quedas, pronunciadas por los seres que pasan sin hacer ruido (dejándose murmurar claramente), al conocer el estruendo del silencio que les ha tronado los huesos.
Trajo consigo dos amigos que descubrían su idioma: uno en los ojos del otro, el otro en las conversaciones de uno con los que no se saben extranjeros.
(Quien miraba los ojos aprendió a escuchar las voces para saberse extranjero, y todas le gritaban secretos al oído; sobre todo aquella que hablaba de los amigos sin tocarlo. Su apreciación de la timidez en los seres silenciosos cambió. Sonrió al recordar su ciudad y todos sus caminantes, cuchicheando a cada paso, en un reino obrado por el más sutil grito del mutismo.)
Trajo finalmente un árbol y alguien abrazado a él, llorando sin saber su nombre, pidiendo ser trasladado a casa de un amigo locutor. (Fue llevado, y perdido nuevamente, a mitad de la noche.)
La vi partir. Y esta vez ya no dijo nada.
El pescado sabía bien –a propósito.

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