En el puerto


Asombra que no haya silueta humana detrás de los actos ciudadanos más felices, a pesar del poder inmenso que los desata precisamente, sin saber ellos cómo han llegado hasta aquí, gesticulando así o asá.
La desaparición se dio finamente al alumbrar la ciudad, porque ella es la sombra ahora, detrás del más mínimo espasmo. Al ganar nombre ha perdido su imagen, y la persiguen, haciendo de esa fuga su añorada vida.
Todos quieren participar de la luz inconclusa y su solo querer los incluye en la imagen. Pero se siguen moviendo como insectos oscuros, matando su previo paraíso, automáticamente y por todas partes, sin saber para quién trabajan ni por qué se les ha concedido la locura de corroer el interior del espacio.
Y Nadie mueve hilos por detrás.
Nadie Absolutamente.
La ciudad por fin está sola, tramando la siguiente desaparición, en secreto. Ya la vi.
Me lo dijo a gritos con muchas bocas, pero al oído, sentada en la estación, arreglándose las pestañas por si acaso.
Su silencio asoma como espuma. Suena a ella en la explosión de sus globitos, uno por uno, pero al compás. Oye la dispersión de la imagen sin señal, el burbujeo, puntos saltando por doquier en la pantalla, epilépticos deletreando su primer sueño, la ceniza cósmica de todo silencio recién concebido: “El carbón en el oído será el sentido próximo.”
(Nadie Absolutamente. Dios Hombre, empalado por multitud de puntos, para la comunión del chivito en los templos pronto vacíos. Túpaj Katari adivinó una vuelta en millones, astutamente transformado en su asesino sin cara.)
Yo también soy una ciudad saltarina.
Sin embargo, sentado aquí, todavía vienen tres preguntas: ¿De dónde sale el viento que empuja las olas hasta aquí? ¿Qué hueco hay en el ojo para que escape del silencio tan deseado? ¿Qué imagen precede a la pronunciación de la primera palabra amorosa?
La ciudad está sola y soy parte de su próxima desaparición.

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