EL REY (capítulo 16 de la novela "Aurificios")



¿Recuerdas la primera vez que fui a visitarte? Eras un niño. Te llevé una bolsa. Ahí estaba el oro. Dije que iba a ser tuyo. Te lo entregaría si pasabas una noche en el living de tu mamá, en permanente oscuridad junto a los muertos que habitaron esa casa. Tuviste entonces el coraje para entrar, pero al final saliste corriendo. Atravesaste el patio para regresar a la casa de tus abuelos. Dejaste la puerta abierta y subiste las gradas sin respirar. Yo te seguía, con la bolsa en la mano. Llegué hasta la puerta. Me recuerdas vestido con la ropa de los naipes, la K de rey inglés: manto rojo, barba castaña, chaleco azul y una corona. Grité desde el umbral del portón de madera, aquél donde esperabas a tu madre, algunas noches, para espantarla. El chiste de asustarla nunca salió bien –sólo creó un juego en el que resbalabas por las escaleras para sentirte un monstruo. Grité. Volteaste, esperando un reproche. En cambio, saqué una pelota de la bolsa y la lancé. La agarraste y continuaste el ascenso hasta el iluminado living de tu abuela, con varias fotos y adornos. Siempre reaccionaste por miedo a la oscuridad, a las voces de la soledad. ¿Por qué continúa ese miedo tanto tiempo? ¿Qué voces te aterra escuchar? Piensas que los muertos van a dictar sentencias para consolidar tu condena, pero esa resolución es tu única libertad, la sola forma de revelar el oro. ¿Puedes creer que te lo ofrecí y lo rechazaste para jugar con una pelota y romper los adornos de tu abuela? ¿Cómo es posible que prefieras tal torpeza en vez de escuchar a las piedras de tu casa? Soy una de ellas. Por eso no me interesa el oro ni te lo puedo dar.
Yo no te encargué nada. El único que quiere hallar el oro eres tú. Al final terminaste aceptando mi proposición –porque no era un castigo impuesto para hacerte digno de una dicha futura, sino un oráculo ineludible. Desde entonces sabes que la oscuridad debe permanecer abierta.
Debo aclarar cómo llegué a tu casa esa vez. Tú fuiste a verme primero. Fue un encuentro azaroso –la emboscada imposible de evadir. Fue justo el día en que mi pueblo (palabra antigua) iba a ser atacado, y yo guarecía a todos en una caverna conocida. Te compadeciste al verme tiritando de frío en mi trono. Notaste que estaba congelado por las acusaciones de un deslenguado que tenía como asesor, encargado de vilipendiar a mi reino. Lo descubrieron. Se fue del lugar arrastrándose. Entonces recobré mi juventud y te vi como un reflejo de mi futuro.
A diferencia mía, recuperar la juventud para ti fue rescatar algunas trivialidades de la niñez; para mí fue acoger a mis amigos en la casa subterránea, evitando que se desplomara aniquilada por los invasores. Por eso fui a tu casa, a ofrecer lo que sabemos. Te di el secreto de mi juventud, la posesión del oro. Optaste por el juego con la pelota en un lugar protegido, porque la intemperie de la oscuridad te amenazaba. La penumbra tiene su propio amparo, debes saberlo. Para que el reino –cegado por los rayos falsos– recupere su propia luz, debe escuchar a los muertos. Ellos dirán cómo entrar y salir. Lo están haciendo desde un principio, aunque te disguste empezar por el comienzo. No voy a molestarte más con tal asunto. Tampoco pretendo que odies a tu padre, quien te dejaba solo en el living para que llores sin perturbar a los demás –prefigurando lo que pido ahora, desde este lugar del que me has sacado, atemporal como los detalles de inolvidables retratos.

¿Qué tiene que ver el pastor con el rey? ¿En qué momento se separaron? El rey no se dedica a llevar ovejas por el campo, pero ordena hombres. Los pastores suelen ser pobres, aunque esto ya ha sido trastocado. Las imágenes están tan confundidas… Hoy vi una oveja en manos de la señora que vende dulces en la esquina. Era una oveja tratada como perro –como hijo. Más tarde una de mis criadas (con quien comentaba tal aparición) dijo que se trataba de una oveja chita. Estas ovejas –según me contó– no son huérfanas, pero fueron rechazadas por su madre. Los pastores deben tratarlas especialmente para que sobrevivan (su madre no les da de mamar), alimentándolas con mamaderas y artefactos parecidos. Las chitas no se juntan con las otras ovejas; se apegan al pastor. Están separadas del rebaño. El pastor conoce bien a sus ovejas, sabe qué ha sucedido con cada una. En estos casos no puede aceptar que el corderito muera de hambre por algo que sólo la madre sabe. “Como nosotros”, concluyó mi criada. Los reyes actuales parece que no están hechos para legislar naciones. Siempre me lo reprochó el Pasajero, humillándome en cada visita. Tu abuelo llamaba a los niños chitis –palabra afín a la que designa a una oveja excluida. ¿Acaso no es a esta oveja a la que el pastor, o la pastora en este caso, trata a cuerpo de rey? Es la mimada del grupo. No sé exactamente la diferencia física que hay entre ella y sus congéneres. Posiblemente ninguna; sin embargo su madre la ha escogido en cuanto la ha visto. Qué signos traerán las ovejas con su nacimiento. Lo crucial es que el rechazado de la multitud es el mejor tratado. Su sociabilidad decrece; resulta un paria, una oveja llamada a comunicar los rituales de su nodriza con las costumbres de un rebaño que lo ha exiliado. Hay en esta historia algo que inquieta profundamente e ilumina el hallazgo del oro. ¿Qué sería el oro para una oveja? El color de la paja nos da la pauta. Si su madre le niega aquello que le consiente la vida, lo más valioso para una oveja chita será recuperar ese lazo. Mira esa imagen. La pastora debe saber quién es un cabo suelto, aunque no sepa por qué. ¿Entiendes, chiti?

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