EL MONSTRUO (capítulo 9 de la novela "Aurificios")


Tiene cara excesiva, una capa de plastilina sobre su rostro original. Se lleva bien con la putrefacción, el musgo y las casas abandonadas. Su ojo está encantado. No sabe que existe. Esta última es su característica principal; si lo supiera dejaría de ser monstruo y pasaría a ser el espectador de su propio cadáver. Se sentiría muerto no sólo porque el monstruo habría fallecido, sino porque desde entonces lo tendría siempre al lado y se acostumbraría a vivir con ese costal a cuestas haciéndole guiños en el espejo. El monstruo ríe, pero no se sabe bien de qué. La risa en él es como la de un loro, pero no por eso deja de ser un chiste. De hecho, los monstruos son lo más chistoso que hay en el mundo. Al no saber que existen se atreven a cualquier cosa. Te pueden saltar con algo brillante que —si bien ellos ni entienden— es obra del encanto llegado desde una hondura que sólo reconocerán el día de su muerte. Cuando un monstruo muere siempre hay alguien para verlo. Lo malo es que quien lo observa nunca sabe qué rato se ha muerto el monstruo. En algunos casos el espectador cree que aun está vivo y lo carga por todas partes, a fiestas y reuniones familiares, haciéndolo pasar por un tipo normal. Otras veces lo deja frecuentar encuentros de monstruos donde nadie se da cuenta de su mortalidad, porque no saben de la presencia del monstruo en el mundo. Quien ha visto a un monstruo se ha hecho su amigo y ha cargado con él a donde fuera. Puede ver a muchos monstruos que se hacen pasar por momias y muchos más que se hacen a los vivos. Un inconveniente que caracteriza a los que vieron a un monstruo muerto es la duda que los persigue. Se debe a lo siguiente: Haber visto un monstruo acabado te da instantáneamente la capacidad de mirar a todos los monstruos. Entonces parece que la visión falla; mientras los amigos conversan tranquilamente con los monstruos, les hacen preguntas y se interesan por su vida, el espectador se vuelve un tímido de primera por no creer que tales monstruos sean capaces de hablar bien, estando muertos. De ahí la duda se propaga de tal manera que, al final, el espectador escucha a los monstruos y se da cuenta de que sus palabras salen de las profundidades; charlar con ellos, entonces, acelera la posibilidad de que todos tengan el monstruo muerto a su lado y lo traten con todo cariño. Cuando los monstruos son escuchados les nace unas ganas de vivir que hasta parece chiste —quieren verse a sí mismos. Entonces empiezan a confiar de una manera fraternal en quienes vieron su cadáver. A uno no le queda más que escucharlos y permitir que ellos también se unan al clan de quienes vieron a un monstruo muerto. Una vez que logran mirarse a sí mismos dejan de ser cadáveres y se convierten en seres necesitados de comunicación. Pero a usted le interesa la relación de su monstruo particular con el oro. Le adelanto que mirar al monstruo es haber cavado en una mina de hondas resonancias, emergentes de la vibración orgánica del oro.

El monstruo no tiene nombre. Trata de averiguarlo antes de morir, siempre y cuando alguien se hubiese comunicado con él. La peculiar manera de hacerlo no proviene de la nada. Generalmente una noche su muerte es anunciada con una voz lejanísima, ritual, repetitiva, en un lenguaje que emplea sílabas similares y convoca a todas las cosas de una manera tan diferente al lenguaje aprendido por el desconocido monstruo convencional que no le queda otra que asustarse. Tal voz aparece el mismo día en que el monstruo conoce el espanto primordial y empieza a desconocerse. De ahí a tratar de averiguar su nombre transcurre el espacio de una noche. Escribe las palabras escuchadas, las comenta con otros monstruos que piensan que el pobre tipo se volvió loco; lo comenta también con profesores de historia, de filosofía, de literatura y, preferentemente, con ancianas que han dedicado su vida al estudio de la mitología y de la magia. Pero nadie le puede decir nada, porque ese nombre sólo lo ha escuchado él y ni siquiera está seguro de que sea el propio.

A pesar del miedo de divulgar su extraño vocabulario, a mi me confió algo. Me dijo que cuidvis significa tetas y cuadyevor, ayer. Alguna vez pensó que su nombre era Cuadyevor, porque era una palabra cuyas resonancias lo envolvían en un trance tan insondable que, si es que tal palabra se le aparecía en una reunión social, se quedaba mudo toda la noche y parecía una estatua, amén de creer que iba a perder el juicio terminada la tertulia —después de ver su cara de autómata en algún espejo. Cuando el monstruo escucha esa palabra siente que alguien lo llama de lejos, a un lugar que es su propia casa, pero que está tan cargada de sagrada violencia que las costumbres a las que en ese momento se dedica no tienen cabida; de ahí que el miedo lo tome por el cuello: es el anuncio de su muerte, el descubrimiento de su inefabilidad y el comienzo de un viaje providencial. Esta llamada surgida de la visión espantosa del espacio se traslada a su propio cuerpo y le hace notar su ausencia de gravedad. Tal ausencia amenaza con deschavetarlo y teñir todo el mundo con su demencia. Cabe decir que cuando se acerca a ese páramo prefiere morir a vivir en la maquinaria insensible del terror. Empieza su camino hacia la muerte. El quiebre se opera cuando desaparece como pensador y se presenta como cuerpo dislocado. Entonces no hay tutías, porque un ojo recién nacido se asoma y mira cómo muere el monstruo. Tal el comienzo de su agonía, que dura hasta el día de la muerte de quien lo vio. El espectador debe encargarse de que esa agonía llegue a la muerte y que el monstruo asuma el camino hacia la quietud de la tumba, hacia el cubículo de piedra desde donde el monstruo y quien lo mira serán una sola cosa, y juntos cerrarán la puerta que abre todas las puertas. Es algo conocido para los entendidos y es el Pasajero quien más sabe sobre el asunto. El supuesto pasaje en el que vive no es otra cosa que la puerta de piedra donde descansa y se reconstruye un monstruo orgánico imperecedero.

El monstruo puede ser concebido como un hijo, como una boca que se alimenta de nuestra vida, desde su propia profundidad. Es famoso ese bicho extraterrestre que se guarda en el estómago de sus víctimas para luego reventarlos en cuanto adquiere la suficiente talla. Primero es una boca que te absorbe; una vez que te ha consumido se alista para matarte. Pero hay otra forma, el remedio para una alienación de este tipo. En vez de tomarlo como boca que ha venido a destruirte se lo puede sentir como tope de nuestra propia nutrición. Es decir, no dejar que nos sumerja en el pantano, sino hacerle saber que está vivo ahí adentro, que se sienta en su casa, vea a través de las ventanas y deje de sentirse un inmigrante estúpido y mal entretenido. Todo está en la manera de alimentarlo y en la posibilidad de dejarlo asomarse a los vidrios con la curiosidad de un recién llegado. Si las cosas se hacen así, el monstruo llegará a tener el mismo nombre de quien lo vio y, viéndose a sí mismo, desde lejos, será también la constante falta de quien lo vio, haciendo de él un ser tan enérgico como aguerrido; pues si no se lo alimenta para permanecer fuera del cenagal, la muerte de ambos será una tarea no asumida pesando en la vida cotidiana como una cobarde tristeza.

Pero usted me preguntará, como lo ha hecho varias veces, ¿qué tiene que ver el oro con el monstruo? La muerte del monstruo y la tristeza recién descubierta de quien lo vio son sucesos que conducen a la búsqueda del oro. Si bien lo precioso todavía no es intuido como tal, por lo menos ya no hay nada que perder tratando de hallar algo tan inútil como invaluable.

El ojo del monstruo es el derecho, aquél perdido por el Tuerto; así que usted adivinará que él vio un monstruo y perdió tal ojo después de la visión. Cuando el monstruo vuelva a la vida como tal, como el ser erguido y chistoso que es, el Tuerto se quedará a vivir en su casa para siempre. Algo habrá terminado, pero no para dormir en los laureles. Al contrario, lo imparable de ese momento será la clave para saber estar y creer en el umbral, porque la muerte nos comprenderá y nos entregaremos a ella. Aparecerán el ojo del Tuerto para ponerlo en movimiento y el oro que el Investigador sólo se contentará de ver eternamente. Esa será la verdadera muerte del monstruo, porque su nombre ya no será una generalización ni un adjetivo, sino una vocación ancestral.




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