AÑEXERÍAS PACEÑAS
En 1930 se publica por primera vez Añejerías Paceñas de Dn. Ismael
Sotomayor. Se trata de un “REPERTORIO DE TRADIFCIONES E OTROS ROMANSES DE LA
CIBDAD DE Ntra. Sra. DE LA PAZ (…) Pa. consvlta de eftudiofoz e solaz de defocvpados”
–como dice el castellano macarrónico en la tapa de aquella edición.
Muchas veces
comparado con la Historia de la Villa Imperial de Bartolomé Arzáns, las
crónicas potosinas de Julio Lucas Jaimes o las tradiciones peruanas de Ricardo
Palma, la riqueza de Añejerías Paceñas
está en la naturalidad con la que funde realidad y ficción, Historia oficial e
imaginario colectivo, a pesar y por obra de un lenguaje enrevesado e
irónicamente grandilocuente.
En sus
páginas convergen episodios históricos de tradición oral o documentación
escrita, relatos que detallan las costumbres de determinadas zonas y tiempos de
La Paz, leyendas fantasmagóricas que contaban las abuelas, y hasta el detalle
más o menos minucioso de la variaciones que han sufrido los símbolos paceños.
La intención
del autor, al hacer este compendio, está anunciada de entrada en el prólogo:
“…las costumbres, las creencias religiosas, los valerosos hechos y los
entuertos todos sirven para formar criterio exacto de las modalidades de los
pueblos en los que todo aquello se hubo de desarrollar y de la influencia bajo
la que se fisonomizan.”
De tal
manera, lejos de lo que algunos incautos verían como un mero folklore o color local en ruinas, la
pluma de Ismael Sotomayor se encarga de hacer visibles en cada uno de sus
“articulejos” las imágenes, los gestos, los traumas, las gestas, las
iniciativas, los miedos, los deseos “fisonomizados”, en fin, los orígenes
inconscientes que impulsan la particular personalidad e imaginería de quienes
habitamos (o habitaron) la ciudad de La Paz.
La sobrenaturaleza
Una
de las vetas más exploradas por Ismael Sotomayor es la tradición de relatos
sobrenaturales, de castigos divinos, encuentros infernales o milagros
redentores. Esta clase de relatos es la que mayor empatía me produce, porque ya
había escuchado muchos de ellos por boca de mi abuela, quien me los contaba por
episodios mientras esperábamos clientes en la tienda de barrio que ella atendía
en las tardes amarillas de Miraflores.
Nunca
se ha borrado de mi memoria la historia de “El Señor del Habla”, por ejemplo.
Al revivirla con la lectura, muchos años después de haberla oído, mis ojos de infancia
vuelven y, junto a ellos, la multitud de espíritus que han forjado y forjan
esta ciudad.
Recuerdo
que poco después de haber escuchado la historia de “El Señor del Habla”, cuando
tenía diez años, fui a ver la imagen del ecce-homo
protagonista: una escultura de veinte o treinta centímetros con cabeza grande,
parado, no crucificado, que está todavía en el primer altar de la nave
izquierda del templo de La Merced. Veinte años después volví a La Merced
exclusivamente para verlo, después de que Sotomayor me lo recordara. Tal la
fuerza de estos relatos: su aliento maravilloso tiene una huella encarnada en el
espacio.
Otros
relatos de este calibre son: “El Señor de la Sábana”, “Duende del Orfanatorio”,
“Comadre de Cristo”, “Doña Come Corazón”, “Milagro de los Remedios”, “Fantasma
de Jaén” entre otros. La exactitud con la que nombra los lugares, casas, casonas,
plazas y templos, reanima en nuestros ojos la capacidad de ver en los paseos
del presente los colores del pasado y, por tanto, el sentido que va fraguando
el tiempo.
Héroes y villanos criollos
Otra de las afluentes que converge en el libro de Sotomayor es esa
especie de picaresca criolla que ocurre alrededor de un ciudadano anónimo que
de pronto gana protagonismo con un acto inolvidable, muchas veces terrible y
otras generoso o valiente. Es así como el anónimo se convierte en ejemplo de lo
que hay o no hay que hacer. Desde entonces su nombre pasa a ser parte del
lenguaje popular, ya sea como apodo de nuevos ciudadanos o como protagonista de
canciones y dichos.
Tal
el caso de “Hazaña del Kholo Tomasito” de quien no sólo se dice que mató a su
mujer y a su hijo nonato, sino que dejó su nombre como apodo de borrachos
violentos e inspiró la copla carnavalera cuyo estribillo dice: “Kholo Tomasito
/ mató a su mujer / con un puñalcito / más chiquito que él.”
Un
ejemplo más de este tipo de relatos es el que leemos en “Cosas de Ambos
Mundos”, donde cuenta la llegada y aparición “en esta parte de América, de los
egregios juanes sin miedo”, para llegar a las “espeluznantes proezas de Don
Juan de San Ginés”, un Juan Sin Miedo paceño.
Costumbres
Aunque
el llamado “costumbrismo” es repelido por ciertos letrados actuales –quienes, por
cierto, gozan de relatar costumbres actuales–, Ismael Sotomayor pinta ciertas
prácticas paceñas con un tino que revela el origen de rituales antiguos y
presentes que, de lo contrario, pasarían como meros automatismos.
Tal
vez el más claro de ellos está en “El Santo Sepulcro”, que relata el origen de
la procesión de El Santo Sepulcro en la ciudad de La Paz, de la que ahora participan
incluso el presidente y sus ministros.
Es
inquietante saber que tal protocolo masivo nació por el impulso de sólo dos personas:
los esposos Gurruchaga; quienes viajaron a Roma, en un acto de fe, para traer
la imagen forjada en bronce, armar una procesión meramente familiar y heredar luego
la tradición a sus descendientes. Desde 1780 empezó a crecer el número de
personas que asistían a esta procesión de Viernes Santo, hasta convertirse en
lo que hoy es “la procesión oficial de Semana Santa”. Y todo esto, según
Sotomayor, por la admiración que producía el increíble detalle anatómico y
pictórico del Señor del Santo Sepulcro.
Ismael Sotomayor y Mogrovejo
La
incisiva personalidad de Ismael Sotomayor concede a su escritura un humor excepcional,
con sutilezas que no dejan de asombrar a un lector sibarita.
Uno
de mis relatos favoritos, por su manera de envolver y desenvolver la narración,
es el titulado “Uso de capirotes”. A partir de una indagación en torno a la
introducción del uso de capirotes para los académicos de la ciudad, Sotomayor
relata la historia completa de la Universidad Mayor de San Andrés sin que el
lector se dé cuenta de ello. La narración detallada de Sotomayor y su humor no
sólo cuentan una historia, sino que dejan percibir el funcionamiento interior
de lo narrado, en este caso, el mecanismo orgánico de la Universidad. “¡Vaya
usted a ver si no soy tonto de capirote!”, concluye Sotomayor.
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