Fantasmas e histeria

                


          Es inquietante cuando nos descubrimos haciendo una mueca (de terror, de asco, de amor) que nos hace sentir que, si durara más de la cuenta, podría llevarnos a la enajenación (al aislamiento, al repudio, a la violencia). Cuando, espontáneamente, gesticulamos algo que parece ajeno, a veces nos detenemos, relajamos los músculos del rostro y volvemos a la aparente inocencia de la neutralidad.
           Esta capacidad neutralizadora nos salva de protagonizar escenas desenfrenadas o antisociales, pero, sobre todo, nos previene de un extravío mayor: la locura. Por otra parte, es ineludible fortalecer esta capacidad si es que trabajamos en un escenario, cualquiera que sea, desde el tradicional teatro hasta el set, el estrado, la tarima, la cancha y ¿la caja de un banco? Sí, hasta un cajero de banco debe histrionizar su cuerpo, no sólo para ser confiable, sino para no morir de aburrimiento. Es crucial dudar de algunos gestos “espontáneos” para poder asumir papeles; de lo contrario caeríamos en el delirio de alguna pose o actitud que, finalmente, nos hará ver –mínimamente– como idiotas. No por nada Nietzsche decía que las personas alcanzan la madurez cuando pueden jugar como niños en el mundo de los adultos; es decir jugar a ser y no creer ser.
         Tal vez, alcanzar un alto grado de lucidez no sea otra cosa que saber que ningún gesto nos pertenece, que nuestra vida es la representación dramática de un puñado de fantasmas muecones, algunos queridos, otros no tanto, pero todos presentes en nuestras pulsaciones. Y si logramos una pulsación pacífica es por haber trabado amistad con los fantasmas, a tiempo de haber puesto a algunos revoltosos en su lugar.
          Cada día se crean nuevas monerías, pero no son creadas como gestos per se sino sólo como reminiscencias de hechos alguna vez tangibles. El acto de acercar la mano a la oreja para decir “hablamos más tarde” nació después de la invención del teléfono, pero sólo es gesto en cuanto no hay teléfono sino fantasma de teléfono. Y ni qué decir de todos los gags tomados del cine y la televisión que irrumpen en nuestro mundo cotidiano de manera natural, actitudes apropiadas de una pantalla por tener el poder de enfatizar una emoción o acción, o bien, el poder de desenmascarar otros gestos: las mímicas forzadas de un personaje irresoluto.
            Estas indagaciones en torno a los gestos y, sobre todo, a las muecas que pueblan y obran en el cuerpo, hacen soñar con una colección de libros y tratados que podría titularse “La Historia del gesto”, una summae de un recorrido histórico tan íntimo y sistemonerviósico que desataría un escalofrío tras otro. Uno de los libros que, en tal colección, ocuparía un sitial de honor, por su primicia y énfasis, sería La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtrière (Ed. Cátedra, 2007), el primer libro del escritor francés Georges Didi-Huberman. En esta obra visualizamos los mecanismos de una clínica donde el estudio del gesto llegó a un nivel aterrador: la invención de la histeria.
            Didi-Huberman, a partir de las imágenes de la Iconografía fotográfica de la Salpêtrière, postula la complicidad que había entre las pacientes (todas ellas mujeres) y los médicos de la Salpêtrière (empezando por “el fundador de la neurología moderna”, el profesor Jean-Martin Charcot), una complicidad entre quienes querían encarnar su fantasma para hacerlo escandalosamente visible y quienes querían ver ese fantasma con la mayor claridad posible para darle un nombre. Más tarde, Freud (quien asistía a los espectáculos de los martes, que las histéricas ofrecían en la Salpêtrière) transformará este gusto por ver los síntomas representados por el cuerpo en un gusto por oírlos, por atraparlos en el inconsciente aún incorpóreo (en donde el gesto se despliega como discurso).
        Didi-Huberman presenta el argumento de su libro así: “…poses, ataques, gritos, “actitudes pasionales”, “crucifixiones”, “éxtasis”, todas las posturas del delirio. Parece como si todo estuviese encerrado en esas fotos porque la fotografía era capaz de cristalizar idealmente los vínculos entre el fantasma de la histeria y el fantasma del saber. Se instaura así un encanto recíproco: médicos insaciables de imágenes de “la Histeria” e histéricas que consienten e incluso exageran la teatralidad de sus cuerpos. De este modo, la clínica de la histeria se convirtió en espectáculo, en invención de la histeria. Se identificó incluso, soterradamente, con una especie de manifestación artística. Un arte muy próximo al teatro y a la pintura.”

          Nada tan atractivo como los vínculos entre el fantasma histriónico y el fantasma del saber en el terreno del arte. A través de la histeria que aquí se nos presenta adivinamos un finísimo diamante subterráneo que señala la frontera entre los rituales donde el espíritu monta el cuerpo y las manías gesticulantes de cada día.

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